martes, 19 de febrero de 2008

Vuelta a Arrecife

[Escribo ya muchos meses después, el 14 de noviembre]

No sé qué me pasó, que cuando volví a Varsovia no conseguí terminar el blog lanzaroteño. No es que me faltaran cosas que contar, pero supongo que entre el caos de sensaciones del viaje y el caos de mi ritmo de vida aquí, otras cosas relegaron la escritura a un segundo o tercer plano. Ahora mismo ya no tengo frescos aquellos últimos días en Lanzarote. Sé que siguieron aquella tónica general de, por un lado, soledad pensativa y paseos sin rumbo y, por otro lado, atención por parte de la familia que me albergó y con la que he sido enormemente desagradecido, pues no he vuelto a dar señales de vida desde que me fui. Así que lo que a continuación podéis leer es un fragmento que el filtro del tiempo ha convertido en el más importante de aquellos días. Se trata de un texto que escribí hace cosa de una o dos semanas para mi diario, de modo que el estilo es un poco diferente del de las entradas anteriores. Pero ahí va...


El último o penúltimo día que estaba allí convencí a Benjamín, el amigo de mi padre, para que me llevara al cuartel donde vivíamos cuando yo era pequeño. Aquello estaba muy cambiado. De los cientos, si no miles, de soldados que había allí entonces se ha pasado a una guarnición de un par de decenas. Daba la impresión de no haber nadie aparte de los que guardaban la entrada. Reconocí el patio donde todas las mañanas formaba el batallón, yo escuchaba el toque de corneta y me asomaba a la ventana a ver a los soldados subiendo y bajando el fusil, a pesar de que ahora estaba todo encalado y asfaltado, reluciente al sol, desierto y casi estéril. Reconocí también la piscina donde aprendí a nadar, pero antes de aprender me caí una vez. Reconocí el patio donde había una jaula con leonas y otra con un babuino que una vez le había arrancado un dedo a un soldado de un mordisco, o casi (aunque es posible que esta historia me la esté inventando), y que (yo esto no lo sabía, pero me lo contó Benjamín) se masturbaba cada vez que pasaba por delante una mujer. Reconocí la cristalera del restaurante de oficiales, aunque por dentro estaba todo cambiado. Y la parte que quedaba del patio de ejercicios donde los niños intentábamos trepar por las mismas cuerdas que los soldados, nos encaramábamos al tanque que había allí y nos arrastrábamos por la arena buscando casquillos de bala.

Un simpático capitán de aspecto chulesco, con la camisa bien remetida en el pantalón, el pecho inflado y los brazos peludos asomando por las mangas remangadas hasta encima de los codos sacó un manojo de llaves y nos abrió amablemente la antigua casa de oficiales. Primero el portal. Las escaleras crujían. Luego la puerta de la que fue mi primera casa. No hacía viento, aunque sí cierto fresco comparado con el exterior. No había bombillas y la luz que se reflejaba en el patio encalado hacía que todo el interior se viera a contraluz. No había un solo mueble, aparte de la encimera del fregadero en la cocina. No estaba ya mi cama con cabecero de hierro pintado de amarillo pálido. La pintura estaba neutralizada por el tiempo y el polvo. Los cristales de las ventanas estaban sucios y la madera, reseca. El pasillo era más largo de lo que yo recordaba. Las habitaciones, a pesar de estar sin muebles, me parecieron más pequeñas, probablemente porque yo soy más grande. Vi mi dormitorio, donde tenía una pizarra Veleda que no me bastaba y desparramaba mis dibujos por las paredes, y una vez dibujé el Espíritu Santo. Vi el dormitorio donde me debieron de concebir mis padres, en el que había un armario donde me escondieron un juego de carpintero que me habían regalado porque me dedicaba a hacer agujeros en las paredes. Vi el salón, donde una vez até los pomos de todos los cajones y puertas con un cordón para hacer una trampa y luego mi padre se enfadó porque no podía sacar el estetoscopio para ir a trabajar. Vi la cocina, donde una vez me puse de puntillas y agarré del mango un cazo que había al fuego y me tiré por encima toda el agua hirviendo y me quemé el pecho, lo cual me dejó una cicatriz -ahora casi oculta por el vello- y un pánico cerval -que tardé casi dos décadas y media en superar- ante todo lo que estuviera relacionado con el fuego. Vi la terraza de la cocina donde teníamos una jaula con canarios que murieron de inanición durante las obras de la cocina, pues no había quien accediera allí para darles de comer y de beber. Al fondo del pasillo por el que yo correteaba sentado en mi coche azul de pedales (pero sin usar los pedales, sino el sistema de los Picapiedra), la habitación donde estaba el moisés del que una vez tiré a mi hermana, no sé si por celos o por querer cogerla, y me gané unos cuantos palos por ello. Y vi también, al final del todo a la derecha, una habitación que no recordaba y que sigo sin recordar. Y en el techo del pasillo, una claraboya que siempre me llamó la atención, incluso la propia palabra: "claraboya". Y, ahora que lo pienso, me habría gustado subir al terrado donde tendíamos la ropa a secar...

Y sí, ahora se van hilando unos cuantos recuerdos de mi infancia, que al fin y al cabo es lo que fui a buscar, pero en general están más basados en fotos o en historias que me han contado mis padres que en mi propia memoria. En cualquier caso, lo más alucinante es que lo que allí vi se parecía sorprendentemente a lo que unos meses antes había visto en una especie de sueño. Por otra parte, esperaba un mayor bombardeo de recuerdos al entrar allí, pero no fue así, cosa que me hizo sentir triste y frustrado, pues si una vuelta a la casa de mi infancia no podía traérmelos, ¿qué podría? ¿Cómo recuperarlos? ¿Los habré perdido para siempre? A pesar de ello, la sensación de soledad no fue tan grande como en la visión que he mencionado, quizá porque estaba acompañado. Tampoco pude buscar con calma las sensaciones, porque me estaban esperando para volver a cerrar aquella puerta a cal y canto.


Ahora, meses después, voy viendo el lugar que este viaje tuvo en mi proceso vital, voy colocando en su sitio la soledad y la nostalgia, las ausencias con las que no supe lidiar aquellos días. Lanzarote es una isla preciosa donde, sin embargo, no creo que me gustara vivir. Pero sí me gustaría volver algún día, esta vez acompañado.

domingo, 17 de febrero de 2008

Playa, playa, playa

Tras pocas horas de sueño, me despierto con un portazo de alguien que sale, probablemente a mear. He dormido profundamente, pero poco. A mi lado, duerme aún un tío que no recuerdo. No hay peligro, estamos vestidos. Sin poder abrir los ojos del todo y con el cuerpo entumecido me incorporo. Ah, sí, estoy en la furgo. Si algún día me voy a vivir a un sitio con mar, igual me compro una de éstas, están guay para acampar y pueden dormir holgadamente cuatro personas dentro, dos abajo y dos en una cama que sale del techo, cómo mola la tecnología alemana.

De los de la noche anterior quedamos como diez personas. Unos cuantos subimos al pueblo de Famara a comprar bocatas y cervezas. Arriba hay un montón de guiris en chanclas. Las calles son de arena. El bar tiene varias mesas en la terraza. Comemos allí. Mi bocata de atún está crujientito de la arena que trae el viento. Toda la acera, por llamarla de algún modo, está cubierta de arena. Bajamos a la playa. Eolo sigue haciendo de las suyas. Las olas vienen de cuatro en cuatro, altas y fuertes. El viento que sopla de la costa les hace encresparse y rociar espuma. Nos bañamos. El agua no está fría, y menos todavía en cuanto empezamos a coger olas usando el cuerpo como una tabla de surf. Las olas nos transportan, nos arrastran, nos sumergen, nos voltean y zarandean y nos arrojan violentamente contra la arena de la orilla. Es divertido. Volvemos a entrar. Cuando chocan contra nosotros, el agua que se levanta se pulveriza como un espray y forma fugaces arcoíris. Ya no tengo resaca.

La playa de Famara es larguísima. Por un lado está cerrada por un risco enorme, una roca casi vertical desde donde debe de haber una vista estupenda, parecida a la que pude admirar desde el Mirador del Río. Más allá queda La Graciosa. A la izquierda el risco va suavizándose. Cierra la playa el pueblito de Famara, blanco como todos. La orilla es lisa y desciende suavemente al entrar en el agua, aunque dicen que es traicionera, pues la mar de fondo te arrastra como te descuides. El resto de la playa está cubierto de "callaos", unos pedruscos redondeados que convierten el caminar en una tortura, aunque los aborígenes parecen acostumbrados. A todo lo largo de la playa se extienden los "zocos", unos muritos circulares hechos de callaos que sirven para protegerse del viento, habitual aquí. Pero nosotros nos quedamos fuera con las sillas, pues dentro de un solo zoco no cabríamos todos.

El día se nos pasa rápidamente entre baños, cervezas y barbacoa. Yo saco la cámara y me dedico a hacer retratos y experimentos. Me voy a dar una vuelta y cuando vuelvo me los encuentro a todos señalando un punto del mar cercano a La Graciosa y con cara de preocupación. Un tipo que estaba haciendo kite surf ha sido arrastrado por el viento hasta allá. Se divisa la cometa flotando a lo lejos. Llegan los servicios de emergencia, una lancha acude de no sé dónde, van a mandar un helicóptero desde Fuerteventura. Al cabo de un rato aparece un tipo andando desde el otro extremo de la playa. Es el de la cometa. Ha sido capaz de llegar a la orilla nadando. Eso sí, el equipo puede darlo por perdido.

El viento se calma al anochecer. La playa se vacía. Los nuestros también se van yendo. Caen cuatro gotas. Al final nos quedamos Alicia, Benjamín y yo. Nos acostamos pronto.

El día siguiente es parecido. Baño al levantarnos, llegan los nuestros, incursión al pueblo a por bocatas, olas, cervezas, etc. Yo me paso casi todo el día con la camiseta puesta, una gorra que me han prestado y la toalla sobre la cabeza estilo monjil, porque estoy totalmente cangrejo. Algunos sacan la tabla orillera para deslizarse por ese espesor milimétrico de agua que queda cuando bajan las olas que lamen la orilla. Por la tarde, unos juegan a un juego de cartas que no conozco (flipo con un neozelandés que hay, con qué soltura se integra en algo tan culturalmente marcado como son los juegos de cartas), otros a las palas, pero sentados, se han inventado una variante vaga y muy divertida. Otra vez nos quedamos los últimos. Ya es de noche cuando tiramos de vuelta para Arrecife.

viernes, 15 de febrero de 2008

Playa por fin

Me levanto tempranito y, aunque no me apetece, agarro el escutre y tiro hacia Costa Teguise, pues tengo que devolverlo ya. Ha estado bien la experiencia. Sin saber muy bien qué hacer, veo que la guagua para Arrecife está a punto de llegar, así que decido volver. Una vez allí doy un paseo sin rumbo a lo largo de la playa y voy hasta el bar de Pepe a tomarme un zumo mientras espero a que abran el cíber del otro día. Como parece que no abren, busco otro. Escribo un rato. Al salir, sorpresa: me encuentro justo delante de mi primer cole, donde hice parvulitos, el Antonio Zerolo. La verja verde está cerrada. Me quedo un rato asomado a la valla observando a los niños jugando en el patio. El profesor imposta la voz para que se le oiga y no parece nada cariñoso. Busco aquel recuerdo de unos niños peleándose, pero no consigo ubicarlo allí. Al cabo de unos minutos empiezan a llegar madres y padres, pero sobre todo madres sorprendentemente jóvenes, a buscar a sus hijos. También tienen que esperar fuera de la verja hasta que alguien la abre y entran todos en tropel. Es raro, me pegaría más que fueran los niños quienes salieran corriendo. En ese momento llega Benjamín a buscarme con la furgoneta.

Comemos en el Ginory, un bar de pescado. Hay gente comiendo por todas partes. La barra está llena, las mesas están llenas, las esquinas están llenas. Hay cola para las mesas. El camarero es tan eficiente que incluso me pone nervioso. Corre de aquí para allá, todo lo ve, todo lo controla, todo lo comenta, grita. Llega Benjamín padre, conseguimos una mesa. Calamares, pescado, papas, cerveza. Luego, helado de mascarpone con nutella en una heladería italiana donde el dueño lleva una camisa negra abierta hasta el píloro y, si la memoria no me engaña, una cadenita de oro. Y le da cucharadas de helado a un yorkshire terrier que pulula por allí. No sé cómo lo hacemos, pero los tres salimos de allí con lamparones de helado en la ropa.

Por la tarde Benjamín tiene cosas que hacer. Me ofrece la bici, pero lleva años sin usarla y el cambio no funciona. Me presta la de su hermana, que también lleva años sin usarla pero menos. Le hinchamos las ruedas, le pongo la cadena, apaño el cambio, ajusto el sillín, parece que todo está bien. Al bajar una cuesta, resulta que no tiene frenos. Pero ahora ya no me voy a dar la vuelta, he decidido ir a la playa. Con cuidadín, llego hasta una playa vacía que hay junto al aeropuerto. Me sirve. Los aviones que despegan y aterrizan pasan por encima de mi cabeza. Tengo la playa para mí solo. Me baño, aunque también se trate del Atlántico el agua está mucho menos fría que en Lacoru. Y limpia. Hago el muerto un rato. Cuando salgo está atardeciendo y tengo frío. Me seco un poco y tiro para casa a ducharme.

Benjamín me avisa de que el "asadero" que íbamos a hacer al día siguiente en la playa se ha adelantado para hoy, pues han dado lluvias para el fin de semana. Con la furgoneta cargada de carne y cervezas nos vamos a Famara. Llegamos ya de noche, así que no veo la playa. Se han juntado como veinte personas. Hay tres o cuatro furgonetas, dos todoterrenos y varios coches. Dos barbacoas, diez o doce litros de sangría, cervezas, ron, música. Yo me encargo de clavar tacos de pollo en los pinchitos. La fiesta es muy divertida. La sangría entra estupendamente y es muy traicionera. En determinado momento sacan una guitarra, luego otra, dos djembés y un cajón flamenco. Fran empieza a tocar bossa nova y, claro, acabo tocando yo. Luego paso al rock, pero esta gente no conoce mi repertorio ni yo el suyo. Ellos prefieren rumba y cosas así, así que acabo cediendo la guitarra y pasándome a la percusión. La conversación, que ya desde el principio era bastante surrealista, va siéndolo cada vez más. De repente vienen ráfagas de aire caliente y al rato empieza a soplar el viento, que va subiendo de intensidad a lo largo de la noche. Levanta remolinos de arena que se nos meten en la boca, las orejas y los ojos. Cada vez sopla más fuerte y es más desagradable. Me pongo la capucha y paso más tiempo con los ojos cerrados que abiertos. No sé quién, creo que Mame, empieza a gritar: "¡Eolo! ¡No nos vamos a ir!". El chiste cuaja y cada vez que viene una ráfaga de arena la gente grita: "¡No nos vamos a ir!". A mí la sangría ya ha dejado de hacerme efecto y no he entrado en la fase de cubatas. Muchos han emprendido la retirada, pues trabajan al día siguiente. Pasan ya de las cinco. Allí quedan un par de furgonetas y dos coches. Me meto en la furgoneta a dormir. A pesar de los constantes gritos contra Eolo y otros aún más absurdos, acabo consiguiéndolo. No me lo impide el hecho de que el viento zarandee la furgoneta sin cesar. Me acuna.

jueves, 14 de febrero de 2008

Piedras, agricultura, mar, pesca, islas, comida, música y cerveza

Estos días estoy durmiendo poco, pero muy profundamente, y teniendo sueños intensos y bonitos.

Hoy no he cogido la moto. Me duele un poco el brazo, no sé si de la caída del otro día. Se han encargado de mí los hijos mayores de Benjamín.

Por la mañana voy con Sonia a ver el Monumento al Campesino (otra de las obras de César Manrique, una enorme estatua blanca abstracta plantada a la orilla de la carretera y una bonita casa "típica" blanca y verde donde hay un restaurante probablemente caro) y la Geria, un paraje volcánico donde los campesinos han ideado una ingeniosa manera de cultivar la vid, aprovechando la porosidad de la piedra para retener la humedad de las escasas (¿!?) lluvias y el rocío y construyendo muros de piedra en forma de C para proteger las plantas del viento casi constante. Es curioso ver tal cantidad de ces de piedra en aquel paisaje desértico: constituyen una visión comparable a los monolitos de Stonehenge. Lástima que a estas alturas del año las vides aún no estén verdes. Paramos en una bodega a tomarnos unos cuantos cortos de malvasía. Luego, unas tapas en Yaiza: corvina sancochada (un pescado guisado buenísimo) y algo que se llama "garbanzada", "garbanza" o algo parecido (una especie de cocido de garbanzos y callos, también estupendo). Ya noto que estoy engordando estos días aquí.

Sonia me deja en Puerto del Carmen, una localidad turistiquísima y tan blanca que deslumbra bajo los rayos del sol. Hoteles y tiendas de souvenirs se suceden hasta el infinito. Allí me recoge con su furgoneta Bejamín Jr. y nos vamos de tur por la isla. Desde un mirador vemos el mar, el pueblecito de Haría y el Valle de las Mil Palmeras (por lo visto censadas hay mil ciento una, pero el nombre perdía gancho y lo dejaron en mil). Sorprende tanto verde después del paisaje árido de los últimos días. Bajamos hasta Haría y damos una vuelta. Tiene que ser aburrido vivir en un lugar así. Benjamín me cuenta que la mayoría de la gente joven se va a estudiar fuera, ya que en Lanzarote sólo se pueden hacer dos carreras. Tiene que ser insoportable vivir en un lugar así. Subimos hasta el Mirador del Río, pero me niego a pagar no sé cuánto (demasiado, en cualquier caso) para entrar. Saltamos una valla y hacemos caso omiso del prohibido el paso. No sé si la vista será tan buena como desde dentro del propio mirador, pero a mí ya me vale. Nos hallamos en la cima de un acantilado. A decenas, quizá cientos de metros por debajo de nosotros se extiende, primero, una playa alargada y unas antiguas salinas que destellan al sol; enseguida, un canal azulísimo que quizá tenga un quilómetro de anchura y que recuerda a un río (de ahí el nombre del mirador); y, al otro lado, la isla de La Graciosa: una gran mancha de tierra seca con un pueblo blanco y un puerto lleno de barquitos en el extremo más cercano, un pueblo minúsculo a bastante distancia del primero, un par de montículos probablemente de origen volcánico y varias playas desiertas. Al fondo está la isla de Alegranza, deshabitada, y el islote de Montaña Clara. Me resulta extraño abarcar de un solo vistazo una isla entera más los islotes cercanos. La Graciosa es como una ameba gigante. Desde allí arriba, a pesar de sus insignificantes volcanes, resulta totalmente plana. Sus habitantes, que los lanzaroteños llaman "italianos" por su extraño acento, viven de la pesca y, ahora, del turismo. Allí no hay árboles que den sombra, no hay nada verde. Los gracioseros se protegen la cabeza con una "sombrera" especial cuya ala casi vertical les cubre también la cara.

Bajamos al pueblo pesquero de Órzola, desde donde se puede coger el transbordador a La Graciosa. Cerca del puerto tienen una especie de tendedero de alambre para jarear el pescado. Lástima que hoy esté vacío, me habría gustado verlo. Y fotografiarlo, of course. Junto a una casita blanca, debajo de una señal de prohibido aparcar, dos turistas enrojecidas en camiseta sin mangas están tiradas de cualquier manera en un banco como si alguien las hubiera abandonado allí. Se abanican con la mano y, si no tenían la lengua fuera, podrían haberla tenido. Más allá, unas argentinas tienen expuesta su mercancía sobre el muro del paseo. Benjamín compra algo para Alicia, su novia, pues al día siguiente es su cumpleaños. La argentina le cobra y vuelve a sentarse sobre una manta a tomar mate con sus compañeras. Tienen un termo para el agua. Como ya pasan de las cinco y tenemos hambre, nos sentamos en la terraza de un restaurante y nos inflamos de papas arrugás, lapas (¡se comen!) con mojo, pan con ajo, vieja a la espalda y cerveza Tropical.

A la vuelta pasamos por Punta Mujeres y Arrieta (dos pueblitos pesqueros) y el Charco del Palo (una especie de urbanización nudista con los carteles en alemán).

Ya en Arrecife vamos al local de ensayo de unos amigos de Benjamín y Alicia. Es un antiguo almacén del Puerto de Naos, lo tienen para ellos solitos y se lo han montado de maravilla, convirtiéndolo en centro social: las paredes pintadas con dibujos de colores, sillones, una barra con grifos de cerveza y nevera, carteles de algún festival poético organizado por ellos y, en el centro, la batería, los amplis... Se han juntado gente de dos grupos para hacer una especie de jam session. Pero además de ellos, otras diez personas están allí escuchando, bailando, conversando entre sí, jugando a un juego que consiste en construir torres de bloques de colores y luego sacar los que hay debajo sin derribar la construcción... Me encanta el rollo que hay. Aunque la acústica no sea perfecta, es uno de los locales de ensayo más agradables que he visto en mi vida, y he visto muchos. Que los amigos se junten así, espontáneamente, sin haber quedado de antemano, sabiendo que probablemente habrá ensayo y, consecuentemente, fiesta, me parece admirable. Después de mi experiencia de los últimos días y, sobre todo, de esta noche, tengo que admitir que mi primera impresión ha cambiado radicalmente y que los canarios me están cayendo bastante bien.

Unas cuantas cervezas más tarde, nos vamos a dormir.

miércoles, 13 de febrero de 2008

Lava, tierra y agua

Hoy he visto mi primera cuqui (¿cookie?). No me ha dado mucho asco, quizá porque era pequeña y estaba muerta. Era de un bonito color negro brillante, como un escarabajo sagrado, no como las rechonchas cuquis marrones de Amería, las alargadas y rojizas de la India o las raquíticas y grisáceas de Varsovia. Me he acordado de cuando visité a Patrik y Tumas en el campo. Debajo de la cama tenían cientos de ellas. Las cogíamos para jugar. Se ve que el asco es un concepto adquirido y no innato (aunque el hecho de que en Khajuraho la hermana de Ganesh se sacudiera de encima las minicuquis con un escalofrío cuando se le subían por las piernas, teniendo en cuenta que debería estar acostumbrada...). Luego salíamos al campo y nos metíamos en un coche destrozado y sin ruedas que había por allí, quizá un Seat 127 que alguna vez fue blanco, y jugábamos a conducir. Debía de conservar el volante. Bueno, ya he recuperado un recuerdo más.

Entonces, el día de hoy. Me levanté temprano y tiré hacia Timanfaya. Quería llegar antes que las hordas de turistas. Por la carretera no me crucé con muchos vehículos. Al coger el desvío de Timanfaya, una visión: la carretera es una cinta de asfalto vacía que alguien ha lanzado en línea recta y sube indecisa, siguiendo las ondulaciones del terreno, hasta más allá del horizonte, mientras a ambos lados el paisaje se ha desmoronado, desmigajado: a izquierda y a derecha se extienden migas ásperas, escamas porosas, cenizas negruzcas, terrones entre los que no se divisa ninguna forma de vida aparte de líquenes (si es que a eso se le puede llamar vida) y por donde no se puede caminar. Al fondo, suaves conos volcánicos fingen inocencia. No hay más escapatoria que seguir adelante o dar la vuelta. Paro a un lateral para hacer fotos. Planto el trípode en medio de la carretera, saco cincuenta fotos de lo mismo, pero ninguna consigue captar lo que yo veo. Me obsesiona esa visión. Mientras tanto, cada vez con mayor frecuencia empiezan a pasar blancas guaguas con aire acondicionado repletas de turistas. Tengo que apartarme. Me miran como si yo fuera un elemento pintoresco del paisaje. O un loco. De la misma forma que miro yo a un ciclista sudoroso vestido como para el Tour de Francia que pasa por mi lado, me grita algo que no entiendo y sigue cuesta arriba.

Arranco rumbo al horizonte. Resulta que después sigue habiendo mundo. A la izquierda, un rebaño de dromedarios arrodillados. Creyendo que allí se encuentra la entrada al parque, dejo la moto. Un tío muy amable y con un acento muy bonito me dice que allí sólo se hacen las visitas en dromedario (bueno, él habla de camellos), dándome a entender con un guiño cómplice que es cosa de guiris. Me manda a la caseta de información, donde una mujer muy simpática y bastante guapa me explica todo lo explicable y me recomienda otras rutas menos turísticas para hacer a pie. Dentro del Parque Nacional de Timanfaya sólo se puede ir con excursiones guiadas, pero en los alrededores también hay rincones bonitos. Me propongo hacer alguna visita otro día. La chica me da conversación, pero no me invita a cenar esa noche, así que paso de los dromedarios, para los que ya hacen cola turistas de piel, pelo y camisa igualmente blancos.

Llego a las Montañas del Fuego y no me queda más remedio que reconocer mi papel de turista y fundirme con el gentío. Nos meten en una guagua que va zigzagueando lentamente por un paisaje que, lamentablemente, me limito a observar desde el otro lado del cristal. Una grabación trilingüe (esta vez primero en español, qué raro) habla de erupciones, explosiones, fuego, ríos de lava, nubes de cenizas, destrucción, pero cuesta imaginárselo con el aire acondicionado, la musiquilla de fondo y sin poder tocar aquellas piedras ásperas y aquella tierra estéril. Las suaves elevaciones tornasoladas, el cielo azul con unas cuantas nubes y el mar sereno al fondo transmiten bastante paz. Es una pena que no dejen caminar por allí. Uno de los valles se llama el Mar de la Tranquilidad.

A la vuelta, asisto a las diversas demostraciones geotérmicas. Un señor coge un manojo de ramitas secas, las tira en un hoyo de siete u ocho metros de profundidad y éstas empiezan a arder con el calor que desprende la tierra. Otro señor agarra un cubo de agua fría, lo echa por un tubo clavado en la tierra y a los tres segundos un violento géiser momentáneo sale disparado por otro tubo y nos ducha a todos. Al lado hay un restaurante donde cocinan con el calor de las entrañas de la tierra. Sobre el pretil de un enorme pozo se encuentra una parrilla con decenas de pollos y pescados. Con lo que ahorran en gas, me extraña que cobren tanto. Intento asomarme al pozo a ver qué hay abajo, pero el calor es demasiado intenso. Salgo a hacer unas cuantas fotos, a sabiendas de que no reflejarán la magnitud de todo aquello. Conozco a una pareja de canadienses que llevan medio año viajando por el mundo, les queda otro medio, dicen que Lanzarote les recuerda a Islandia, que Islandia no es tan cara como parece si vas de acampada y que la semana que viene van a Nueva Zelanda.

Paso por Yaiza, un pueblito blanco con puertas y contraventanas verdes y un puñado de palmeras sobre el fondo de las montañas, pero no me apetece detenerme. Paro un poco más abajo, en un restaurante junto a la carretera que tiene una agradable terraza casi vacía que, sin embargo, en pocos minutos se llena de hablantes de lenguas sajonas: parejas cincuentonas y alguna familia con hijos. Pido queso asado con papas arrugás y mojo y luego una vieja a la espalda. La vieja es un pescado de aquí, no os preocupéis. Los rubios comen casi todos pizza. Mientras espero, tomo notas en mi cuaderno de lo que quiero contar y aprovecho para sacar una foto furtiva del padre de familia que tengo sentado enfrente: a pesar de sus cincuenta y muchos su cara llena arrugas resulta muy interesante, enmarcada por pelo y barba blancos e iluminada por unos profundos ojos azules. Está muy concentrado mirando el menú. Sólo me da tiempo a hacer una, porque antes de la segunda se pone las gafas de sol. Me traen mi vieja: un espécimen bien desarrollado, debe de pesar lo menos un quilo, si lo sé no me pido el primer plato. Doy buena cuenta de ella. Cuando me levanto para pagar, el señor de enfrente, que me está mirando fijamente, me llama. Me acerco, preguntándome si se habrá dado cuenta de lo de la foto. Por gestos, me indica que le enseñe el dibujo de mi camiseta, que se entrevé bajo la cremallera de la sudadera. Desconcertado, abro la cremallera y se lo enseño, es una señal de prohibido con una pala dibujada dentro y abajo pone, en polaco, "Nie robie", algo así como "No curro". La mujer me pregunta si estoy escribiendo alguna guía, porque no paro de tomar notas. Me río. No, pero me gustaría. Me cuenta que hay una pareja de suecos que se dedicana a eso, a viajar por el mundo y escribir guías o reportajes. Resulta que son suecos. El señor se empeña en darme el teléfono de no sé qué restaurante de pescado y me pide que salude al dueño de su parte. Krister, Maggie y Sophia (sorry for any misspellings!) son muy majos y muy humanos. Me recuerdan a una familia de holandeses que conocí cuando trabajaba de camarero en la Costa Brava, también entablaron conversación conmigo con cualquier pretexto y me invitaron a Holanda. Nos despedimos, dándonos vagamente las direcciones de nuestras respectivas webs.

Con la barriga llena, tiro hacia El Golfo, un pueblito de pescadores. Tiene acantilados de paredes formadas por la lava, una playita de picón (piedritas negras de origen volcánico) y una bonita vista del Charco del Clico, que es una especie de laguna de color verde esmeralda separada del mar azul por un montículo alargado de tierra negra. Es bonito el contraste. No me cabe en la foto. Para vencer el sueño, me tomo un café en un bar. El camarero me convence para que pruebe no sé qué postre típico y dulzón. Luego me invita a un chupito de ron miel. Le digo que no puedo, que estoy con la moto. Dice que eso no tiene casi alcohol, sólo veinte grados. Y la verdad es que está muy bueno. Las nubes amenazan con un buen chaparrón. El camarero me aconseja que me quede, pero yo decido seguir. Poco más adelante paro en un mirador y me encuentro a los suecos, que me dan la dirección de su hotel y me invitan a visitarlos. Me gustaría verlos, pero sé que esta vez no voy a ir.

Los Hervideros se llaman así porque allí el mar entra en ebullición. El agua ha excavado cuevas y pozos en los acantilados. Las olas baten con fuerza, rebotan contras las paredes de la cueva y se elevan hasta llenarla. Aquí y allá hay agujeros a los que uno puede asomarse y ve cómo entra el agua con estruendo. Cuando la ola es lo suficientemente fuerte, el agua llega hasta arriba y ducha al mirón despistado. Por si las salpicaduras del mar no fueran suficientes, empieza a llover. Dado que en unos cuantos quilómetros a la redonda no hay donde resguardarse, me lo tomo con calma y sigo observando el espectáculo. De perdidos al río. Todos se meten en sus coches de alquiler y desaparecen. Me quedo solo.

Al rato, bajo la lluvia, continúo mi camino. La siguiente parada son las salinas del Janubio. Aquellas gigantescas montañas de sal que yo recordaba no están. Sólo queda una, a lo lejos. Las salinas parecen abandonadas. Da sensación de soledad. Ya casi no llueve y me quedo un rato allí. Más adelante hay un mirador y una valla que cierra la entrada a las salinas. Dejo la moto, rodeo la valla y ante mí se extiende una vista impresionante. Delante del mar, donde uno esperaría una playa, un entramado de muros de piedra, con aspecto de dividir huertos, lo que hacen es dividir el mar. Son como pequeñas piscinas geométricas, apiñadas las unas junto a las otras. Reflejan el cielo, son como recortes, retales de él. Un patchwork de cielo y mar. El sol del atardecer se multiplica allí abajo. La soledad de antes se ha transformado en calma. Me quedo un rato mirando el espectáculo y fotosintetizando.

Por el camino, atravieso un montón de lindos pueblecititos, pero la carretera está llena de curvas y no puedo mirar mucho. Desde una curva se divisa un valle, el mar y, más allá, sobresaliendo por encima y por debajo de las nubes, respectivamente la costa y los picos de Fuerteventura. Paro un segundo, pero enseguida emprendo el camino, quiero llegar a Arrecife con luz del día. Durante la mayor parte del camino de vuelta tengo la carretera para mí solo. Voy cantando dentro del casco.

Al llegar a casa de Benjamín, cena familiar. Los quesos isleños son riquísimos. Para terminar, un par de chupitos de un ron miel mucho mejor que el de esta tarde. Escribo un rato y a dormir.

martes, 12 de febrero de 2008

Chumberas, cactos y herencia volcánica

Me levanto temprano para ir hasta Costa Teguise, donde me han dicho que tienen motillos para alquilar. En la guagua, una mejicana platica en inglés con cuatro rubísimas, dos de ellas apelirrojadas. En un cruce, el condu se baja y desaparece. Vuelve al cabo de cinco minutos con un paquete de tabaco en la mano.

Costa Teguise es Guirilandia. Hoteles y más hoteles, apartamentos de alquiler, tienditas de recuerdos y horteradas, supermercados y oficinas de alquiler de coches. Los letreros están en inglés, alemán y, después, español.

La chica del alquiler de vehículos me dice que sin carné no me puede dar la moto. Yo pensaba que para conducir las de cincuenta no hacía falta. Me dice que sí. Le explico que yo, tener, tengo, lo que pasa es que en alguna de mis múltiples mudanzas se me ha extraviado. Me dice que no puede hacer nada. Me giro y me dispongo ya a salir en busca de algún chófer caritativo y, en realidad, un tanto aliviado de la responsabilidad, cuando la chica salta: "¿Me fío de ti?".

Mientras me preparan el cacharro voy a desayunar. El menú, igual que los carteles, está primero en inglés o en alemán, después en alemán o en inglés y, finalmente, en espánish. Nada de tostadas con mermelada ni galletas. Me pido un English breakfast. Entre huevos, beicon, salchichas, judías, pan con mantequilla, etcétera, llevo calorías suficientes para todo el día. Mientras tanto, llamo a diversos lugares para buscar alojamiento en el norte de la isla, pero sin éxito. Todos quieren alquilarme apartamentos para un mínimo de tres noches a razón de 36 euros.

Vuelvo a lo del alquiler. Todavía no han traído mi vehículo. La chica hace una llamada, habla con tono de mosqueo. Viene a buscarme un individuo en un coche amarillo y, como alma que lleva el diablo, me lleva a un lavadero subterráneo, me da las llaves y un casco que apesta a sudor, me suelta dos palabras en inglés (a pesar de que yo le había saludado en bastante buen español) y se pira. Y yo, que no sé ni cómo se enciende eso.

Pendiente de manejar el artefacto, no presto atención a los indicadores, pero tampoco importa mucho, porque todavía no he decidido la ruta. Por el camino a donde sea, estoy a punto de pegármela varias veces. Casi siempre, debido a que se me olvida soltar el acelerador a la hora de frenar. O porque intento tumbarme en las curvas como los de la tele y la carcasa me toca el suelo.

La verdad es que mis planes, por abstractos que fueran, se han trastocado. Me veo durmiendo en alguna playa, pidiendo caridad por las puertas de los pueblos o volviendo a Arrecife por la noche. Lo peor es que contaba con dejar mis doce quilos de mochila lo antes posible y me veo condenado a cargarlos todo el día.

Llego a la casa de César Manrique. La entrada cuesta ocho eurejos. Me voy por donde he venido. Paso por Guatiza, donde hay plantaciones de chumberas (tuneras, les dicen aquí) que no se cultivan por su fruto, sino para criar cochinilla, un parásito del que luego se saca un tinte rojo de gran calidad. Debe de dar más pasta vender bichos aplastados que frutos empalagosos. Paro en un bar cutre de carretera. Bajo un toldo, dos vejetes tostados se encuentran en avanzado estado de alcoholización. Uno, entre gestos y voces inarticuladas, me indica que no puedo dejar la burra allí, que la ponga en otro lado. Le pregunto que por qué. Se sorprende de que hable español. No tengo ganas de discutir y cambio el escutre de lugar.

Doy una vuelta por Guatiza, pero me sorprende un aguacero (que, contrariamente a lo que por su nombre parece indicar, trae mucha agua) y he de refugiarme bajo el toldo junto a los borrachines. Está claro que soy un hombre con suerte. Teniendo en cuenta que en Lanzarote llueve de media dieciséis veces al año, tengo que considerarme un privilegiado.

Voy al Jardín de los Cactus, otro proyecto de Manrique. El sablazo es de cinco euros. La verdad es que es impresionante la variedad de cactus, de formas, tamaños e incluso colores. Pero me parece que cinco eurejos es subirse a la parra. Visto que el presupuesto empieza a menguar aceleradamente, decido aprovechar la oferta de un amigo de mi padre y alojarme en su casa en Arrecife. Lo llamo y quedamos para la noche.

A lomos de mi burra fiel, voy a la Cueva de los Verdes. Se trata del túnel de origen volcánico más largo del mundo, creo que son unos siete kilómetros, pero sólo se puede visitar uno, y en grupos guiados. Otros ocho euros al canto. Decido entrar porque "estuve de pequeño". La verdad es que es alucinante la variedad de formas esculpidas por el magma. Hay túneles y pasadizos angostos, hay bóvedas colosales, a los lados hay migajas negras o ríos congelados, las paredes están cuarteadas o estratificadas como roca pizarrosa, del techo cuelgan gotas, amagos de estalactitas negras que, según el guía, se llaman estafilitos, o algo parecido. No entiendo mucho, porque el tipo habla sin ganas y yo estoy absorto mirando las formas y los colores. Y porque a mi alrededor oigo el murmullo de las decenas de guiris que me acompañan quejándose de que no hay quien entienda el inglés del guía. And ai agrí güiz dem. Lo mejor de la visita: la cavidad final, enorme, preciosa, imponente y hábilmente iluminada. Agradezco haber acarreado el trípode. Cuando todos se van, me quedo haciendo fotos y conversando con una pareja de ingleses majetes. Hay que estirar los ocho euros. Salimos a la luz.

A medio quilómetro escaso están los Jameos del Agua, que por lo visto forman parte del mismo tubo volcánico, pero hay que pagar otra entrada. Un jameo es una cavidad dejada por una burbuja de lava. Éste es enorme y tiene la particularidad de que en su interior se ha formado un lago en el que vive una especie única en el mundo de cangrejitos albinos y ciegos. Parecen arañitas torpes lanzadas al fondo del agua. Por el otro lado de la caverna entra la luz solar convirtiendo el lago en un espejo. Precioso. En aquel extremo hay un escenario, algún espectáculo tienen que organizar. Una suave música de piano invita a la relajación. Me siento un rato. A mi lado, dos amigas, una es española pero trabaja creo que en Francia, la otra es de origen indio y vive en Londres. Hablamos de fotos y de viajes. En otro jameo hay un auditorio que, según dice, tiene una acústica maravillosa. Pero está en obras desde hace tres años. Al salir, un flash: esa piscina blanquísima, de aguas extrañamente azules, se parece a aquella en la que en mis recuerdos me bañaba (o, mejor dicho, me bañaban) de pequeño junto las terroríficas tortugas devoraniños que nadaban despacito fingiendo la mayor inocencia. Para salir de dudas, le pregunto al camarero. Se sorprende. Efectivamente, había tortugas, allí las cuidaban cuando algún barco las pescaba sin querer y estaban heridas. Efectivamente, la gente se bañaba, pero entonces había que tratar el agua y el cloro se filtraba al lago y mataba a los cangrejitos. Una pena, porque la imagen (la piscina encalada, el agua azulísima, las tortugas planeando, las palmeras... un daiquiri...) era paradisíaca. El camarero dice que Lanzarote ha cambiado mucho. Con cierta maldad, le pregunto si para bien o para mal. Responde gallegamente. Por una parte el desarrollo es imparable y eso es bueno. Por otra parte, ya no hay tranquilidad, ya la gente no deja las puertas abiertas. Viene mucha gente de fuera a cubrir los puestos de trabajo generados por el turismo. El balance, para él, tira a negativo.

Tiro para Arrecife. Voy contento en mi escutre, cantando bajo el casco. Se me hace de noche. Me pierdo. Al salir de una gasolinera donde paro a preguntar, acostumbrado como estoy a la bici, me armo un lío con el acelerador y el freno y me la pego de frente contra la mediana. Oigo un golpe contra el asfalto. Menos mal que llevaba el casco. Gracias a eso, no tengo más que rasponazos en las manos, la cadera y el brazo derecho. Me levanto asombrado de mi propia torpeza. Y de que nadie se pare. Los coches aminoran lo justo para esquivarme. Pero, curiosamente, ni siquiera estoy nervioso. Sigo adelante, pregunto y llego a casa de Benjamín, el amigo de mi padre. Él y su mujer me reciben amabilísimamente. No les cuento lo de mi caída. Me ducho y, justo cuando voy a cenar, aparece su hija con unas amigas: que estaban de copas y, al enterarse de mi llegada, vienen a buscarme. Estoy hecho polvo, pero ¿cómo negarme?

Así que nos vamos de tapas y cervezas. La Dorada, una marca de aquí, no está nada mal. Suavecita, pero rica. La compañía es grata. Sin embargo, no aguanto mucho. Tengo sueño, quiero quitarme las lentillas y descansar, pues mañana quiero aprovechar el día. Ellas siguen de marcha sin mí.

lunes, 11 de febrero de 2008

Arrecife

Primero una espesa capa de nubes; luego, mar hasta donde alcanza la vista; después, una tierra tornasolada donde se mezclan todos los tonos y matices del pardo, el rojizo, el caqui y el negruzco; y, finalmente, aglomeraciones de casitas cúbicas blancas, con terrados de color ladrillo y contraventanas azules. Aparte de estos fragmentos inconexos, poco más pude ver por el resquicio de la ventanilla del avión que dos cabezas curiosas me dejaban. Debería haber pedido ventanilla.

El aeropuerto, pequeño, manejable, tranquilo. Como no he facturado equipaje, salgo enseguida y me planto en la parada de autobuses, perdón, guaguas. Se me acaba de escapar una, así que me toca esperar veinte minutos, que serán más. Hace sol, pero no quema, hace brisa, pero no es desagradable, hay nubes, pero no dan mucho miedo, a pesar de que son enormes y cuelgan casi al alcance de la mano. Veo salir de la terminal a una recua de hombres engominados con la camisa bien remetida y mujeres repintadas y entaconadas, la mayoría chupando con fuerza sus cigarros como si precisamente allí estuviera el aire que deben respirar y ya apenas les quedara: al sorber los ojos se les salen de las órbitas. Muchos van pegados al móvil y casi todos arrastran maletas de ruedas. En general, parecen tristes. Llenan varios autocares turísticos y se van. Al rato llega la guagua, vacía. Subimos tres personas.

El paisaje de Lanzarote, por lo que veo, si descontamos lo edificado por el hombre, se compone de tierra, mar y nubes. Las nubes son blancas o grises claras u oscuras, se mueven casi imperceptiblemente, pero sin cesar, en una especie de balé que juega con las luces y las sombras. El mar es de un color azul intenso, aunque cerca de la orilla a veces adopta tonos turquesas. Ondula constantemente, pero no parece tener ganas de formar olas. La tierra, según los lugares, parece haber ardido recientemente o estar ya recuperándose de algún incendio. Y, sin embargo, no resulta desoladora. Tan sólo extrañamente desnuda, extrañamente tornasolada. Es un desierto, pero no de arena, sino de tierra, que aquí y allá se eleva formando conos suaves y perfectamente definidos, con principio y fin, como si estuvieran hechas de puré de patatas, perdón, de papas, donde se ven claramente las marcas del tenedor de la erosión; como si un niño de dimensiones descomunales hubiera volcado su cubo de tierra y después se hubiera ido sin más, aburrido de jugar. También hay algunas montañas más alargadas, de lomos redondeados.

Los volcanes. Son ellos los creadores y destructores de la isla. De sus erupciones, de su lava, surgió la tierra que hoy piso. Sus erupciones caprichosas y su lava han sepultado poblaciones enteras. El relieve y el paisaje actuales son de origen volcánico. El hombre ha aprendido incluso a cultivar ahí. Por cierto, que según las tablas que he visto con la frecuencia de actividad volcánica, ya debería tocar la siguiente.

Arrecife, la capital de la isla. El autobús me deja en la plaza del Cabildo. El paseo marítimo casi vacío, la playa desierta, varios bloques de apartamentos playeros en construcción. Al fondo, un mastodonte de cristal verde, el Gran Hotel. Todo anodino. Sólo lo salvan los juegos de nubes y el contraste con el mar.

En la oficina de información turística, un tipo con más ganas de cháchara que de trabajo me informa de que están en servicios mínimos. Estoy completamente de acuerdo. No me ayuda a reservar alojamiento, no me recomienda nada que ver en Arrecife, no sabe a qué hora salen las guaguas para Órzola, me dice que allí no se pueden alquilar bicis ni motos, a pesar de que dos calles antes yo he visto un establecimiento que, según el cartel, se dedica a ello. Es un tanto incompetente, o pasota, pero tranquilo y simpático. Mientras me atiende, no cae en la tentación de retomar la charla con el señor con el que estaba hablando cuando llegué, que espera educadamente. Antes de salir, se me ocurre preguntarles si todavía existe el cuartel. Creen que sí. Mi pregunta no parece extrañarles, pero yo me creo en la obligación de explicarles que viví allí casi seis años, que en realidad yo nací en Lanzarote, pero que no había vuelto desde entonces. No parecen muy impresionados. Sólo dicen que ha cambiado mucho.

La pensión San Ginés, aparte de hallarse en una zona un tanto sospechosa, es más cutre de lo que indica el precio. Le vendría bien una mano de pintura, una renovación general del mobiliario y una ventilación más efectiva. Me dan la última habitación. Al menos eso es lo que le dijeron al usuario de narcóticos intravenosos que entró justo después que yo. Mi cuarto parece limpio y no hay cuquis bajo la cama. ¿Por qué las pensiones multiplican la sensación de soledad? Eso no me pasa tanto con los hoteles u hostales. El recepcionista no sabe indicarme qué ver en Arrecife, aparte, si acaso, del castillo de San "Grabiel", que, por cierto, hoy, por ser lunes, está cerrado. Se queja de que Lanzarote ya no es lo que era, ya no hay tranquilidad, demasiados guiris, demasiados inmigrantes que "no vienen a trabajar, sino a quedarse". No me imagino cómo podrían trabajar sin quedarse. Abajo, como para confirmar, hay una tiendita regentada por magrebíes. Como compensación del toque de rechazo del recepcionista, les compro algo de beber, aunque no me apetece. En realidad quería comprar fruta, pero la tienen bastante pasada.

En general, toda la gente con la que me topo (camareros, recepcionistas, dependientes, pero también peatones a los que pregunto o vejetes con los que intento entablar conversación) me parece adusta, tirando a desconfiada y más bien triste. A pesar del sol y del mar. Mi sonrisa cae en saco roto. O quizá es que no pillo sus códigos. Estoy en España, se supone, pero no es como en la España que conozco.

Doy un paseo por los alrededores del Charco de San Ginés y en la terraza de un restaurante como pescado y papas con mojo. Voy, subiendo por el arcén de una carretera inhóspita, hasta el castillo de San José, donde no me dejan subir a la azotea porque hay que pagar para ver una exposición que yo no quiero ver. Vuelvo a la ciudad, me acerco a ver desde fuera el otro castillo, el de San "Grabiel", y en lo alto reconozco el arco de piedra con una campana verde, aquella foto de cuando era pequeño. No me despierta ninguna emoción. No tiene nada que ver conmigo. Me siento un poco decepcionado por ello y renuncio a buscar otros vestigios de mi infancia. Para compensar, me tomo un trozo de tarta de café (¡riquísima!) en la cafetería del piso 17 del Gran Hotel, desde donde las vistas son impresionantes. Resulta que Arrecife no es más que un pueblo, tras las primeras líneas de apartamentos hay un montón de casitas blancas y que se acaban enseguida para ceder el protagonismo a la tierra pura y a los volcanes. Luego doy un paseo por la playa hasta llegar a un parque infantil donde por primera vez veo a la gente sonreír. A los niños. Los hay de diversas procedencias nacionales y étnicas. Hay algunos padres, pero tengo la impresión de que, en general, las señoras que cuidan de los niños no son sus madres. Me siento a observar la escena. Luego vuelvo por el paseo hasta el "centro", pues carezco de estímulos para adentrarme en el pueblo, prefiero quedarme cerca del mar. Encuentro una zumería y me tomo uno de naranja con papaya. Por primera vez, la conversación con el camarero, que se llama Pepe, es cordial. Quizá porque ha estado un montón de veces en Galicia, le encanta, en un año llegó a ir once veces. Me dice que me va a gustar la isla, pero que Arrecife, sobre todo ahora que acaba de pasar el carnaval, está muerta.

Tras un par de horas en el cíber, voy en busca de algo para cenar. No veo bares de tapas, hay más hamburgueserías o pizzerías. Todas vacías. Atajando por callejas sórdidas, diviso un letrero de Estrella Galicia. Entro a tomarme una. Dentro, cuatro hombres arrugados fuman y beben sentados junto a la barra. Hablan entre sí sin dejar de mirar al frente, sin girar el cuerpo para mirarse. Pido una caña y una tapa de atún. El camarero -quizá ya sesentón, menudo, con la mandíbula adelantada, de pelo blanco y patillas- asiente con la cabeza y, con otro gesto, indica al tipo que está sentado más cerca de mí que le toca hacer la tapa. Éste se adentra en la cocina, enciende la luz, hace algo de ruido y enseguida reaparece con alguna buena excusa. El otro, sin mediar palabra, desaparece en la cocina, mientras éste vuelve a su taburete y su copa. También es peliblanco y patilloso, pero más joven que el otro y con cara de pícaro. Le pregunto cómo es que tienen Estrella Galicia allí. Me sigue la conversación. Ha sido azafato y ha viajado por, mejor dicho, a sesenta países, aunque casi siempre sin tiempo para visitarlos, excepto Cuba. Ha estado también en Polonia, "Polska", repite. Anuncia a todo el mundo: "¡eh, mirad, éste nació aquí y ha vuelto, pero vive en Polonia, Polska!" Presume de haber conocido a muchas mujeres en sus viajes. Se ríe al decir que un día volvió de un viaje y su mujer ya no estaba. Se había hartado de tanta ausencia. Se ríe, pero en el fondo le duele. Ahora es jefe de seguridad y debería estar trabajando, pero no pasa nada porque lleva el móvil encima. Una vez tuvo que enfrentarse a cuatro rumanos en una nave industrial. Por alguna asociación de ideas, me pregunta si he estado en Sofía y, por si acaso, me aclara que es la capital de Bulgaria. No he estado, lo cual, según él, es una pena. ¿Por qué? Se ríe: porque ahora todas las putas de aquí son búlgaras, rumanas, rusas o, precisamente, polacas. No hay más que ir a cualquier club para comprobarlo. Creo que esperaba más complicidad de mi parte. Entra un negro que habla español, está borracho y saluda a todos desde la puerta. Mi nuevo colega le devuelve el saludo: ¡qué pasa, rubio! Parece que todos lo conocen. El rubio se dirige a la máquina tragaperras. El camarero mudo abre la boca para decirle que está estropeada. El rubio la enchufa, la hace funcionar, le pide un euro prestado al ex azafato, aprieta unos cuantos botones, saca cuatro o cinco euros de premio e insiste en invitar al benefactor, que se ríe y rechaza la propuesta. Me cuenta un chiste: "¿Sabes lo que dijo Dios cuando vio a éste?". No lo sé. "¡Joder, otro que se me ha quemado!" Me tengo que reír. "Pero no soy senófobo", aclara. Me lo creo, su tono era de pura guasa. Pero ha llegado la hora de que me vaya. Me despido de él, que se llama M., "el hijo de Catalina", y promete hacerme el café al día siguiente si me paso a desayunar. El atún estaba muy rico.

Mañana pienso alquilarme un escúter y tirar hacia alguna zona que presente más interés. Arrecife, si alguna vez lo fue, ya no es mía.

jueves, 7 de febrero de 2008

¿Qué es Lanzarote?

Pues Lanzarote es una de las Islas Canarias, la más cercana al continente africano y la de aspecto más volcánico.

Lanzarote es también la isla donde nací, el 26 de septiembre de 1977, producto de un parto acelerado porque el que en aquel entonces era el único ginecólogo de la isla se quería ir de vacaciones. Dos años y diez meses menos un día después nació mi hermana. No había cumplido yo aún los seis años cuando mis padres se trasladaron (y, consecuentemente, nos trasladaron) a la Península. Dicen que para que pudiéramos recibir una educación mejor. Nunca más volví. Hasta ahora.

Lanzarote es para mí una palabra que suena como un encantamiento o un conjuro. Es un concepto. Es un origen meramente circunstancial, puesto que allí no tengo raíces de ningún tipo, pero origen al fin y al cabo. Es una leyenda más que una historia, puesto que todo lo que sé de ella es lo que he oído contar. Principalmente a mi padre, para quien Lanzarote fue una vez el paraíso. El paraíso perdido. Lanzarote es una palabra llena de vibraciones y desprovista de recuerdos. No sé por qué he olvidado toda imagen, toda sensación unida a ella, a pesar de que no fueron pocas las vivencias que debí tener, entre ellas la guardería, el preescolar, la vez que me quemé con agua hirviendo, la vez que me ingresaron en el hospital por deshidratación. Mi hermana, dos años y diez meses menos un día menor que yo, sí recuerda cosas.

Si hago un esfuerzo grande, grande, veo a un niño rubito (cómo cambian las cosas) de cara angelical (¡¡cómo cambian las cosas!!), con la pancita que tienen todos los niños, corriendo por una playa extensa y de arena oscura donde el agua forma pozas y la corriente hace que bañarse sea peligroso, aunque lo de las pozas creo que en realidad (¿realidad?) es de otra playa. Ese niño, con un bañador quizás azul y sandalias de goma probablemente azules, corre y siente la brisa en el cuerpo y la cara. Lo veo de perfil, me cuesta verle la cara completa. Si hago un esfuerzo grande, grande, entreveo una piscina blanca y redondeada donde bucean enormes tortugas perezosas y malignas. Entreveo un cuartel militar pintado de blanco que tiene un campo de entrenamiento enorme y desierto, lleno de casquillos de bala y de obstáculos que también pueden servir de columpios, juguetes o retos. Vislumbro un patio de colegio más bien blanco, donde el sol no es motivo de alegría y un niño, o quizá varios, llaman acusica a otro, que no debe de saber lo que eso significa. Si yo hubiera estado allí, tampoco lo habría sabido. Intuyo a un maestro tosco y desganado que no habla como hablan mis padres, me quiere enseñar a leer sin saber que llega con un año de retraso y lo único divertido que hace es enseñarnos no sé qué alfabeto de signos en el que la zeta se hace con el gesto de serrar con un serrucho. Y se abre camino hasta mí la visión de un barco enorme, de varias cubiertas, una familia asomada a la borda y diciendo adiós con la mano a un muelle lleno de gente que agita pañuelos blancos y lanza rollos de papel higiénico a modo de serpentinas. Es una visión aparentemente alegre, pero en el fondo hay el dolor de quien sabe que no va a volver.

Y esto es todo, y ni siquiera estoy seguro de que esas imágenes tengan alguna base real. O, si la tienen, de que no sean meras creaciones de mi imaginación a partir de alguna foto que debí de ver hace muchos años. Sí recuerdo, sin mucho detalle, algunas fotos. Un muro de piedra negra en el que hay una ventanita donde cuelga una campana verdosa, un querubín que extiende la mano para tocarla, pero no está volando, alguien lo sujeta por la cintura, probablemente su madre, y al fondo quizá esté el mar. Un niño disfrazado de apache, con un penacho y pinturas de guerra en la cara y el pecho. Una niña con carita traviesa disfrazada de no se sabe muy bien qué, con una bolsa de basura negra que le debía de dar no poco calor y a la que habían pegado o enganchado caritas sonrientes amarillas, tal vez llevara incluso un gorro. Un niño dando de comer a un mono que hay en una jaula, con cuidado para no meter el dedo, ya que el mono es agresivo y te lo puede arrancar de un mordisco. Un niño aterrado tapándose los oídos, mientras su madre sonríe para tranquilizarlo y, dando ejemplo, le demuestra que disparar con una ametralladora para celebrar el día de las fuerzas armadas es algo muy divertido. Un niño desnudo subido a una mesa, con una boina caqui y saludando al capitán, pero en una postura poco marcial, pues está agachado y ha escondido el pene entre los muslos. Una cena multitudinaria, un hombre (todavía) barbudo y (todavía) apuesto, hace muecas absurdas a la cámara mientras en una mano sujeta (todavía) un cuba libre y en la otra (todavía) un cigarrillo, a su lado hay una mujer guapa de pelo negro y (todavía) larguísimo, probablemente también tenga (ya) un cigarrillo y (ya) un cuba libre, y luce (todavía) una sonrisa encantadora.

Eso es para mí Lanzarote: un mito y una serie deslavazada de bocetos de recuerdo. Y unos cuantos nombres sonoros (Fariones, Haría, Teguise) o misteriosos (los Jameos del Agua, la Cueva de los Verdes) que, sin embargo, no traen de la mano ninguna imagen. Sólo uno, mi favorito: Timanfaya, va unido a una vaga idea de volcanes, tierra negra y polvo.

Por eso voy allí, casi un cuarto de siglo después de haberme ido. Para ver a qué sabe un mito. Para recuperar mis recuerdos, si es que tal cosa es posible.

Sé que escribiré en este blog, pero no sé qué escribiré, qué tipo de textos ni cuándo. No pienso estar buscando interné como durante el viaje a la India. No cuento con que me ocurran grandes aventuras. Pero estoy seguro de que habrá algo que contar. Voy solo, sin plan, dispuesto a improvisar. Por única compañía, un cuaderno de notas (y, quién sabe, igual de dibujo, al fin y al cabo cuando vivía allí todavía dibujaba) y mi inseparable máquina de fotos. Supongo que este viaje va a ser doble: un viaje a una isla que no recuerdo y a un territorio interior que desconozco.

Ahí voy...