Tras pocas horas de sueño, me despierto con un portazo de alguien que sale, probablemente a mear. He dormido profundamente, pero poco. A mi lado, duerme aún un tío que no recuerdo. No hay peligro, estamos vestidos. Sin poder abrir los ojos del todo y con el cuerpo entumecido me incorporo. Ah, sí, estoy en la furgo. Si algún día me voy a vivir a un sitio con mar, igual me compro una de éstas, están guay para acampar y pueden dormir holgadamente cuatro personas dentro, dos abajo y dos en una cama que sale del techo, cómo mola la tecnología alemana.
De los de la noche anterior quedamos como diez personas. Unos cuantos subimos al pueblo de Famara a comprar bocatas y cervezas. Arriba hay un montón de guiris en chanclas. Las calles son de arena. El bar tiene varias mesas en la terraza. Comemos allí. Mi bocata de atún está crujientito de la arena que trae el viento. Toda la acera, por llamarla de algún modo, está cubierta de arena. Bajamos a la playa. Eolo sigue haciendo de las suyas. Las olas vienen de cuatro en cuatro, altas y fuertes. El viento que sopla de la costa les hace encresparse y rociar espuma. Nos bañamos. El agua no está fría, y menos todavía en cuanto empezamos a coger olas usando el cuerpo como una tabla de surf. Las olas nos transportan, nos arrastran, nos sumergen, nos voltean y zarandean y nos arrojan violentamente contra la arena de la orilla. Es divertido. Volvemos a entrar. Cuando chocan contra nosotros, el agua que se levanta se pulveriza como un espray y forma fugaces arcoíris. Ya no tengo resaca.
La playa de Famara es larguísima. Por un lado está cerrada por un risco enorme, una roca casi vertical desde donde debe de haber una vista estupenda, parecida a la que pude admirar desde el Mirador del Río. Más allá queda La Graciosa. A la izquierda el risco va suavizándose. Cierra la playa el pueblito de Famara, blanco como todos. La orilla es lisa y desciende suavemente al entrar en el agua, aunque dicen que es traicionera, pues la mar de fondo te arrastra como te descuides. El resto de la playa está cubierto de "callaos", unos pedruscos redondeados que convierten el caminar en una tortura, aunque los aborígenes parecen acostumbrados. A todo lo largo de la playa se extienden los "zocos", unos muritos circulares hechos de callaos que sirven para protegerse del viento, habitual aquí. Pero nosotros nos quedamos fuera con las sillas, pues dentro de un solo zoco no cabríamos todos.
El día se nos pasa rápidamente entre baños, cervezas y barbacoa. Yo saco la cámara y me dedico a hacer retratos y experimentos. Me voy a dar una vuelta y cuando vuelvo me los encuentro a todos señalando un punto del mar cercano a La Graciosa y con cara de preocupación. Un tipo que estaba haciendo kite surf ha sido arrastrado por el viento hasta allá. Se divisa la cometa flotando a lo lejos. Llegan los servicios de emergencia, una lancha acude de no sé dónde, van a mandar un helicóptero desde Fuerteventura. Al cabo de un rato aparece un tipo andando desde el otro extremo de la playa. Es el de la cometa. Ha sido capaz de llegar a la orilla nadando. Eso sí, el equipo puede darlo por perdido.
El viento se calma al anochecer. La playa se vacía. Los nuestros también se van yendo. Caen cuatro gotas. Al final nos quedamos Alicia, Benjamín y yo. Nos acostamos pronto.
El día siguiente es parecido. Baño al levantarnos, llegan los nuestros, incursión al pueblo a por bocatas, olas, cervezas, etc. Yo me paso casi todo el día con la camiseta puesta, una gorra que me han prestado y la toalla sobre la cabeza estilo monjil, porque estoy totalmente cangrejo. Algunos sacan la tabla orillera para deslizarse por ese espesor milimétrico de agua que queda cuando bajan las olas que lamen la orilla. Por la tarde, unos juegan a un juego de cartas que no conozco (flipo con un neozelandés que hay, con qué soltura se integra en algo tan culturalmente marcado como son los juegos de cartas), otros a las palas, pero sentados, se han inventado una variante vaga y muy divertida. Otra vez nos quedamos los últimos. Ya es de noche cuando tiramos de vuelta para Arrecife.
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