Me levanto temprano para ir hasta Costa Teguise, donde me han dicho que tienen motillos para alquilar. En la guagua, una mejicana platica en inglés con cuatro rubísimas, dos de ellas apelirrojadas. En un cruce, el condu se baja y desaparece. Vuelve al cabo de cinco minutos con un paquete de tabaco en la mano.
Costa Teguise es Guirilandia. Hoteles y más hoteles, apartamentos de alquiler, tienditas de recuerdos y horteradas, supermercados y oficinas de alquiler de coches. Los letreros están en inglés, alemán y, después, español.
La chica del alquiler de vehículos me dice que sin carné no me puede dar la moto. Yo pensaba que para conducir las de cincuenta no hacía falta. Me dice que sí. Le explico que yo, tener, tengo, lo que pasa es que en alguna de mis múltiples mudanzas se me ha extraviado. Me dice que no puede hacer nada. Me giro y me dispongo ya a salir en busca de algún chófer caritativo y, en realidad, un tanto aliviado de la responsabilidad, cuando la chica salta: "¿Me fío de ti?".
Mientras me preparan el cacharro voy a desayunar. El menú, igual que los carteles, está primero en inglés o en alemán, después en alemán o en inglés y, finalmente, en espánish. Nada de tostadas con mermelada ni galletas. Me pido un English breakfast. Entre huevos, beicon, salchichas, judías, pan con mantequilla, etcétera, llevo calorías suficientes para todo el día. Mientras tanto, llamo a diversos lugares para buscar alojamiento en el norte de la isla, pero sin éxito. Todos quieren alquilarme apartamentos para un mínimo de tres noches a razón de 36 euros.
Vuelvo a lo del alquiler. Todavía no han traído mi vehículo. La chica hace una llamada, habla con tono de mosqueo. Viene a buscarme un individuo en un coche amarillo y, como alma que lleva el diablo, me lleva a un lavadero subterráneo, me da las llaves y un casco que apesta a sudor, me suelta dos palabras en inglés (a pesar de que yo le había saludado en bastante buen español) y se pira. Y yo, que no sé ni cómo se enciende eso.
Pendiente de manejar el artefacto, no presto atención a los indicadores, pero tampoco importa mucho, porque todavía no he decidido la ruta. Por el camino a donde sea, estoy a punto de pegármela varias veces. Casi siempre, debido a que se me olvida soltar el acelerador a la hora de frenar. O porque intento tumbarme en las curvas como los de la tele y la carcasa me toca el suelo.
La verdad es que mis planes, por abstractos que fueran, se han trastocado. Me veo durmiendo en alguna playa, pidiendo caridad por las puertas de los pueblos o volviendo a Arrecife por la noche. Lo peor es que contaba con dejar mis doce quilos de mochila lo antes posible y me veo condenado a cargarlos todo el día.
Llego a la casa de César Manrique. La entrada cuesta ocho eurejos. Me voy por donde he venido. Paso por Guatiza, donde hay plantaciones de chumberas (tuneras, les dicen aquí) que no se cultivan por su fruto, sino para criar cochinilla, un parásito del que luego se saca un tinte rojo de gran calidad. Debe de dar más pasta vender bichos aplastados que frutos empalagosos. Paro en un bar cutre de carretera. Bajo un toldo, dos vejetes tostados se encuentran en avanzado estado de alcoholización. Uno, entre gestos y voces inarticuladas, me indica que no puedo dejar la burra allí, que la ponga en otro lado. Le pregunto que por qué. Se sorprende de que hable español. No tengo ganas de discutir y cambio el escutre de lugar.
Doy una vuelta por Guatiza, pero me sorprende un aguacero (que, contrariamente a lo que por su nombre parece indicar, trae mucha agua) y he de refugiarme bajo el toldo junto a los borrachines. Está claro que soy un hombre con suerte. Teniendo en cuenta que en Lanzarote llueve de media dieciséis veces al año, tengo que considerarme un privilegiado.
Voy al Jardín de los Cactus, otro proyecto de Manrique. El sablazo es de cinco euros. La verdad es que es impresionante la variedad de cactus, de formas, tamaños e incluso colores. Pero me parece que cinco eurejos es subirse a la parra. Visto que el presupuesto empieza a menguar aceleradamente, decido aprovechar la oferta de un amigo de mi padre y alojarme en su casa en Arrecife. Lo llamo y quedamos para la noche.
A lomos de mi burra fiel, voy a la Cueva de los Verdes. Se trata del túnel de origen volcánico más largo del mundo, creo que son unos siete kilómetros, pero sólo se puede visitar uno, y en grupos guiados. Otros ocho euros al canto. Decido entrar porque "estuve de pequeño". La verdad es que es alucinante la variedad de formas esculpidas por el magma. Hay túneles y pasadizos angostos, hay bóvedas colosales, a los lados hay migajas negras o ríos congelados, las paredes están cuarteadas o estratificadas como roca pizarrosa, del techo cuelgan gotas, amagos de estalactitas negras que, según el guía, se llaman estafilitos, o algo parecido. No entiendo mucho, porque el tipo habla sin ganas y yo estoy absorto mirando las formas y los colores. Y porque a mi alrededor oigo el murmullo de las decenas de guiris que me acompañan quejándose de que no hay quien entienda el inglés del guía. And ai agrí güiz dem. Lo mejor de la visita: la cavidad final, enorme, preciosa, imponente y hábilmente iluminada. Agradezco haber acarreado el trípode. Cuando todos se van, me quedo haciendo fotos y conversando con una pareja de ingleses majetes. Hay que estirar los ocho euros. Salimos a la luz.
A medio quilómetro escaso están los Jameos del Agua, que por lo visto forman parte del mismo tubo volcánico, pero hay que pagar otra entrada. Un jameo es una cavidad dejada por una burbuja de lava. Éste es enorme y tiene la particularidad de que en su interior se ha formado un lago en el que vive una especie única en el mundo de cangrejitos albinos y ciegos. Parecen arañitas torpes lanzadas al fondo del agua. Por el otro lado de la caverna entra la luz solar convirtiendo el lago en un espejo. Precioso. En aquel extremo hay un escenario, algún espectáculo tienen que organizar. Una suave música de piano invita a la relajación. Me siento un rato. A mi lado, dos amigas, una es española pero trabaja creo que en Francia, la otra es de origen indio y vive en Londres. Hablamos de fotos y de viajes. En otro jameo hay un auditorio que, según dice, tiene una acústica maravillosa. Pero está en obras desde hace tres años. Al salir, un flash: esa piscina blanquísima, de aguas extrañamente azules, se parece a aquella en la que en mis recuerdos me bañaba (o, mejor dicho, me bañaban) de pequeño junto las terroríficas tortugas devoraniños que nadaban despacito fingiendo la mayor inocencia. Para salir de dudas, le pregunto al camarero. Se sorprende. Efectivamente, había tortugas, allí las cuidaban cuando algún barco las pescaba sin querer y estaban heridas. Efectivamente, la gente se bañaba, pero entonces había que tratar el agua y el cloro se filtraba al lago y mataba a los cangrejitos. Una pena, porque la imagen (la piscina encalada, el agua azulísima, las tortugas planeando, las palmeras... un daiquiri...) era paradisíaca. El camarero dice que Lanzarote ha cambiado mucho. Con cierta maldad, le pregunto si para bien o para mal. Responde gallegamente. Por una parte el desarrollo es imparable y eso es bueno. Por otra parte, ya no hay tranquilidad, ya la gente no deja las puertas abiertas. Viene mucha gente de fuera a cubrir los puestos de trabajo generados por el turismo. El balance, para él, tira a negativo.
Tiro para Arrecife. Voy contento en mi escutre, cantando bajo el casco. Se me hace de noche. Me pierdo. Al salir de una gasolinera donde paro a preguntar, acostumbrado como estoy a la bici, me armo un lío con el acelerador y el freno y me la pego de frente contra la mediana. Oigo un golpe contra el asfalto. Menos mal que llevaba el casco. Gracias a eso, no tengo más que rasponazos en las manos, la cadera y el brazo derecho. Me levanto asombrado de mi propia torpeza. Y de que nadie se pare. Los coches aminoran lo justo para esquivarme. Pero, curiosamente, ni siquiera estoy nervioso. Sigo adelante, pregunto y llego a casa de Benjamín, el amigo de mi padre. Él y su mujer me reciben amabilísimamente. No les cuento lo de mi caída. Me ducho y, justo cuando voy a cenar, aparece su hija con unas amigas: que estaban de copas y, al enterarse de mi llegada, vienen a buscarme. Estoy hecho polvo, pero ¿cómo negarme?
Así que nos vamos de tapas y cervezas. La Dorada, una marca de aquí, no está nada mal. Suavecita, pero rica. La compañía es grata. Sin embargo, no aguanto mucho. Tengo sueño, quiero quitarme las lentillas y descansar, pues mañana quiero aprovechar el día. Ellas siguen de marcha sin mí.
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