martes, 19 de febrero de 2008

Vuelta a Arrecife

[Escribo ya muchos meses después, el 14 de noviembre]

No sé qué me pasó, que cuando volví a Varsovia no conseguí terminar el blog lanzaroteño. No es que me faltaran cosas que contar, pero supongo que entre el caos de sensaciones del viaje y el caos de mi ritmo de vida aquí, otras cosas relegaron la escritura a un segundo o tercer plano. Ahora mismo ya no tengo frescos aquellos últimos días en Lanzarote. Sé que siguieron aquella tónica general de, por un lado, soledad pensativa y paseos sin rumbo y, por otro lado, atención por parte de la familia que me albergó y con la que he sido enormemente desagradecido, pues no he vuelto a dar señales de vida desde que me fui. Así que lo que a continuación podéis leer es un fragmento que el filtro del tiempo ha convertido en el más importante de aquellos días. Se trata de un texto que escribí hace cosa de una o dos semanas para mi diario, de modo que el estilo es un poco diferente del de las entradas anteriores. Pero ahí va...


El último o penúltimo día que estaba allí convencí a Benjamín, el amigo de mi padre, para que me llevara al cuartel donde vivíamos cuando yo era pequeño. Aquello estaba muy cambiado. De los cientos, si no miles, de soldados que había allí entonces se ha pasado a una guarnición de un par de decenas. Daba la impresión de no haber nadie aparte de los que guardaban la entrada. Reconocí el patio donde todas las mañanas formaba el batallón, yo escuchaba el toque de corneta y me asomaba a la ventana a ver a los soldados subiendo y bajando el fusil, a pesar de que ahora estaba todo encalado y asfaltado, reluciente al sol, desierto y casi estéril. Reconocí también la piscina donde aprendí a nadar, pero antes de aprender me caí una vez. Reconocí el patio donde había una jaula con leonas y otra con un babuino que una vez le había arrancado un dedo a un soldado de un mordisco, o casi (aunque es posible que esta historia me la esté inventando), y que (yo esto no lo sabía, pero me lo contó Benjamín) se masturbaba cada vez que pasaba por delante una mujer. Reconocí la cristalera del restaurante de oficiales, aunque por dentro estaba todo cambiado. Y la parte que quedaba del patio de ejercicios donde los niños intentábamos trepar por las mismas cuerdas que los soldados, nos encaramábamos al tanque que había allí y nos arrastrábamos por la arena buscando casquillos de bala.

Un simpático capitán de aspecto chulesco, con la camisa bien remetida en el pantalón, el pecho inflado y los brazos peludos asomando por las mangas remangadas hasta encima de los codos sacó un manojo de llaves y nos abrió amablemente la antigua casa de oficiales. Primero el portal. Las escaleras crujían. Luego la puerta de la que fue mi primera casa. No hacía viento, aunque sí cierto fresco comparado con el exterior. No había bombillas y la luz que se reflejaba en el patio encalado hacía que todo el interior se viera a contraluz. No había un solo mueble, aparte de la encimera del fregadero en la cocina. No estaba ya mi cama con cabecero de hierro pintado de amarillo pálido. La pintura estaba neutralizada por el tiempo y el polvo. Los cristales de las ventanas estaban sucios y la madera, reseca. El pasillo era más largo de lo que yo recordaba. Las habitaciones, a pesar de estar sin muebles, me parecieron más pequeñas, probablemente porque yo soy más grande. Vi mi dormitorio, donde tenía una pizarra Veleda que no me bastaba y desparramaba mis dibujos por las paredes, y una vez dibujé el Espíritu Santo. Vi el dormitorio donde me debieron de concebir mis padres, en el que había un armario donde me escondieron un juego de carpintero que me habían regalado porque me dedicaba a hacer agujeros en las paredes. Vi el salón, donde una vez até los pomos de todos los cajones y puertas con un cordón para hacer una trampa y luego mi padre se enfadó porque no podía sacar el estetoscopio para ir a trabajar. Vi la cocina, donde una vez me puse de puntillas y agarré del mango un cazo que había al fuego y me tiré por encima toda el agua hirviendo y me quemé el pecho, lo cual me dejó una cicatriz -ahora casi oculta por el vello- y un pánico cerval -que tardé casi dos décadas y media en superar- ante todo lo que estuviera relacionado con el fuego. Vi la terraza de la cocina donde teníamos una jaula con canarios que murieron de inanición durante las obras de la cocina, pues no había quien accediera allí para darles de comer y de beber. Al fondo del pasillo por el que yo correteaba sentado en mi coche azul de pedales (pero sin usar los pedales, sino el sistema de los Picapiedra), la habitación donde estaba el moisés del que una vez tiré a mi hermana, no sé si por celos o por querer cogerla, y me gané unos cuantos palos por ello. Y vi también, al final del todo a la derecha, una habitación que no recordaba y que sigo sin recordar. Y en el techo del pasillo, una claraboya que siempre me llamó la atención, incluso la propia palabra: "claraboya". Y, ahora que lo pienso, me habría gustado subir al terrado donde tendíamos la ropa a secar...

Y sí, ahora se van hilando unos cuantos recuerdos de mi infancia, que al fin y al cabo es lo que fui a buscar, pero en general están más basados en fotos o en historias que me han contado mis padres que en mi propia memoria. En cualquier caso, lo más alucinante es que lo que allí vi se parecía sorprendentemente a lo que unos meses antes había visto en una especie de sueño. Por otra parte, esperaba un mayor bombardeo de recuerdos al entrar allí, pero no fue así, cosa que me hizo sentir triste y frustrado, pues si una vuelta a la casa de mi infancia no podía traérmelos, ¿qué podría? ¿Cómo recuperarlos? ¿Los habré perdido para siempre? A pesar de ello, la sensación de soledad no fue tan grande como en la visión que he mencionado, quizá porque estaba acompañado. Tampoco pude buscar con calma las sensaciones, porque me estaban esperando para volver a cerrar aquella puerta a cal y canto.


Ahora, meses después, voy viendo el lugar que este viaje tuvo en mi proceso vital, voy colocando en su sitio la soledad y la nostalgia, las ausencias con las que no supe lidiar aquellos días. Lanzarote es una isla preciosa donde, sin embargo, no creo que me gustara vivir. Pero sí me gustaría volver algún día, esta vez acompañado.

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