Pues Lanzarote es una de las Islas Canarias, la más cercana al continente africano y la de aspecto más volcánico.
Lanzarote es también la isla donde nací, el 26 de septiembre de 1977, producto de un parto acelerado porque el que en aquel entonces era el único ginecólogo de la isla se quería ir de vacaciones. Dos años y diez meses menos un día después nació mi hermana. No había cumplido yo aún los seis años cuando mis padres se trasladaron (y, consecuentemente, nos trasladaron) a la Península. Dicen que para que pudiéramos recibir una educación mejor. Nunca más volví. Hasta ahora.
Lanzarote es para mí una palabra que suena como un encantamiento o un conjuro. Es un concepto. Es un origen meramente circunstancial, puesto que allí no tengo raíces de ningún tipo, pero origen al fin y al cabo. Es una leyenda más que una historia, puesto que todo lo que sé de ella es lo que he oído contar. Principalmente a mi padre, para quien Lanzarote fue una vez el paraíso. El paraíso perdido. Lanzarote es una palabra llena de vibraciones y desprovista de recuerdos. No sé por qué he olvidado toda imagen, toda sensación unida a ella, a pesar de que no fueron pocas las vivencias que debí tener, entre ellas la guardería, el preescolar, la vez que me quemé con agua hirviendo, la vez que me ingresaron en el hospital por deshidratación. Mi hermana, dos años y diez meses menos un día menor que yo, sí recuerda cosas.
Si hago un esfuerzo grande, grande, veo a un niño rubito (cómo cambian las cosas) de cara angelical (¡¡cómo cambian las cosas!!), con la pancita que tienen todos los niños, corriendo por una playa extensa y de arena oscura donde el agua forma pozas y la corriente hace que bañarse sea peligroso, aunque lo de las pozas creo que en realidad (¿realidad?) es de otra playa. Ese niño, con un bañador quizás azul y sandalias de goma probablemente azules, corre y siente la brisa en el cuerpo y la cara. Lo veo de perfil, me cuesta verle la cara completa. Si hago un esfuerzo grande, grande, entreveo una piscina blanca y redondeada donde bucean enormes tortugas perezosas y malignas. Entreveo un cuartel militar pintado de blanco que tiene un campo de entrenamiento enorme y desierto, lleno de casquillos de bala y de obstáculos que también pueden servir de columpios, juguetes o retos. Vislumbro un patio de colegio más bien blanco, donde el sol no es motivo de alegría y un niño, o quizá varios, llaman acusica a otro, que no debe de saber lo que eso significa. Si yo hubiera estado allí, tampoco lo habría sabido. Intuyo a un maestro tosco y desganado que no habla como hablan mis padres, me quiere enseñar a leer sin saber que llega con un año de retraso y lo único divertido que hace es enseñarnos no sé qué alfabeto de signos en el que la zeta se hace con el gesto de serrar con un serrucho. Y se abre camino hasta mí la visión de un barco enorme, de varias cubiertas, una familia asomada a la borda y diciendo adiós con la mano a un muelle lleno de gente que agita pañuelos blancos y lanza rollos de papel higiénico a modo de serpentinas. Es una visión aparentemente alegre, pero en el fondo hay el dolor de quien sabe que no va a volver.
Y esto es todo, y ni siquiera estoy seguro de que esas imágenes tengan alguna base real. O, si la tienen, de que no sean meras creaciones de mi imaginación a partir de alguna foto que debí de ver hace muchos años. Sí recuerdo, sin mucho detalle, algunas fotos. Un muro de piedra negra en el que hay una ventanita donde cuelga una campana verdosa, un querubín que extiende la mano para tocarla, pero no está volando, alguien lo sujeta por la cintura, probablemente su madre, y al fondo quizá esté el mar. Un niño disfrazado de apache, con un penacho y pinturas de guerra en la cara y el pecho. Una niña con carita traviesa disfrazada de no se sabe muy bien qué, con una bolsa de basura negra que le debía de dar no poco calor y a la que habían pegado o enganchado caritas sonrientes amarillas, tal vez llevara incluso un gorro. Un niño dando de comer a un mono que hay en una jaula, con cuidado para no meter el dedo, ya que el mono es agresivo y te lo puede arrancar de un mordisco. Un niño aterrado tapándose los oídos, mientras su madre sonríe para tranquilizarlo y, dando ejemplo, le demuestra que disparar con una ametralladora para celebrar el día de las fuerzas armadas es algo muy divertido. Un niño desnudo subido a una mesa, con una boina caqui y saludando al capitán, pero en una postura poco marcial, pues está agachado y ha escondido el pene entre los muslos. Una cena multitudinaria, un hombre (todavía) barbudo y (todavía) apuesto, hace muecas absurdas a la cámara mientras en una mano sujeta (todavía) un cuba libre y en la otra (todavía) un cigarrillo, a su lado hay una mujer guapa de pelo negro y (todavía) larguísimo, probablemente también tenga (ya) un cigarrillo y (ya) un cuba libre, y luce (todavía) una sonrisa encantadora.
Eso es para mí Lanzarote: un mito y una serie deslavazada de bocetos de recuerdo. Y unos cuantos nombres sonoros (Fariones, Haría, Teguise) o misteriosos (los Jameos del Agua, la Cueva de los Verdes) que, sin embargo, no traen de la mano ninguna imagen. Sólo uno, mi favorito: Timanfaya, va unido a una vaga idea de volcanes, tierra negra y polvo.
Por eso voy allí, casi un cuarto de siglo después de haberme ido. Para ver a qué sabe un mito. Para recuperar mis recuerdos, si es que tal cosa es posible.
Sé que escribiré en este blog, pero no sé qué escribiré, qué tipo de textos ni cuándo. No pienso estar buscando interné como durante el viaje a la India. No cuento con que me ocurran grandes aventuras. Pero estoy seguro de que habrá algo que contar. Voy solo, sin plan, dispuesto a improvisar. Por única compañía, un cuaderno de notas (y, quién sabe, igual de dibujo, al fin y al cabo cuando vivía allí todavía dibujaba) y mi inseparable máquina de fotos. Supongo que este viaje va a ser doble: un viaje a una isla que no recuerdo y a un territorio interior que desconozco.
Ahí voy...
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