miércoles, 13 de febrero de 2008

Lava, tierra y agua

Hoy he visto mi primera cuqui (¿cookie?). No me ha dado mucho asco, quizá porque era pequeña y estaba muerta. Era de un bonito color negro brillante, como un escarabajo sagrado, no como las rechonchas cuquis marrones de Amería, las alargadas y rojizas de la India o las raquíticas y grisáceas de Varsovia. Me he acordado de cuando visité a Patrik y Tumas en el campo. Debajo de la cama tenían cientos de ellas. Las cogíamos para jugar. Se ve que el asco es un concepto adquirido y no innato (aunque el hecho de que en Khajuraho la hermana de Ganesh se sacudiera de encima las minicuquis con un escalofrío cuando se le subían por las piernas, teniendo en cuenta que debería estar acostumbrada...). Luego salíamos al campo y nos metíamos en un coche destrozado y sin ruedas que había por allí, quizá un Seat 127 que alguna vez fue blanco, y jugábamos a conducir. Debía de conservar el volante. Bueno, ya he recuperado un recuerdo más.

Entonces, el día de hoy. Me levanté temprano y tiré hacia Timanfaya. Quería llegar antes que las hordas de turistas. Por la carretera no me crucé con muchos vehículos. Al coger el desvío de Timanfaya, una visión: la carretera es una cinta de asfalto vacía que alguien ha lanzado en línea recta y sube indecisa, siguiendo las ondulaciones del terreno, hasta más allá del horizonte, mientras a ambos lados el paisaje se ha desmoronado, desmigajado: a izquierda y a derecha se extienden migas ásperas, escamas porosas, cenizas negruzcas, terrones entre los que no se divisa ninguna forma de vida aparte de líquenes (si es que a eso se le puede llamar vida) y por donde no se puede caminar. Al fondo, suaves conos volcánicos fingen inocencia. No hay más escapatoria que seguir adelante o dar la vuelta. Paro a un lateral para hacer fotos. Planto el trípode en medio de la carretera, saco cincuenta fotos de lo mismo, pero ninguna consigue captar lo que yo veo. Me obsesiona esa visión. Mientras tanto, cada vez con mayor frecuencia empiezan a pasar blancas guaguas con aire acondicionado repletas de turistas. Tengo que apartarme. Me miran como si yo fuera un elemento pintoresco del paisaje. O un loco. De la misma forma que miro yo a un ciclista sudoroso vestido como para el Tour de Francia que pasa por mi lado, me grita algo que no entiendo y sigue cuesta arriba.

Arranco rumbo al horizonte. Resulta que después sigue habiendo mundo. A la izquierda, un rebaño de dromedarios arrodillados. Creyendo que allí se encuentra la entrada al parque, dejo la moto. Un tío muy amable y con un acento muy bonito me dice que allí sólo se hacen las visitas en dromedario (bueno, él habla de camellos), dándome a entender con un guiño cómplice que es cosa de guiris. Me manda a la caseta de información, donde una mujer muy simpática y bastante guapa me explica todo lo explicable y me recomienda otras rutas menos turísticas para hacer a pie. Dentro del Parque Nacional de Timanfaya sólo se puede ir con excursiones guiadas, pero en los alrededores también hay rincones bonitos. Me propongo hacer alguna visita otro día. La chica me da conversación, pero no me invita a cenar esa noche, así que paso de los dromedarios, para los que ya hacen cola turistas de piel, pelo y camisa igualmente blancos.

Llego a las Montañas del Fuego y no me queda más remedio que reconocer mi papel de turista y fundirme con el gentío. Nos meten en una guagua que va zigzagueando lentamente por un paisaje que, lamentablemente, me limito a observar desde el otro lado del cristal. Una grabación trilingüe (esta vez primero en español, qué raro) habla de erupciones, explosiones, fuego, ríos de lava, nubes de cenizas, destrucción, pero cuesta imaginárselo con el aire acondicionado, la musiquilla de fondo y sin poder tocar aquellas piedras ásperas y aquella tierra estéril. Las suaves elevaciones tornasoladas, el cielo azul con unas cuantas nubes y el mar sereno al fondo transmiten bastante paz. Es una pena que no dejen caminar por allí. Uno de los valles se llama el Mar de la Tranquilidad.

A la vuelta, asisto a las diversas demostraciones geotérmicas. Un señor coge un manojo de ramitas secas, las tira en un hoyo de siete u ocho metros de profundidad y éstas empiezan a arder con el calor que desprende la tierra. Otro señor agarra un cubo de agua fría, lo echa por un tubo clavado en la tierra y a los tres segundos un violento géiser momentáneo sale disparado por otro tubo y nos ducha a todos. Al lado hay un restaurante donde cocinan con el calor de las entrañas de la tierra. Sobre el pretil de un enorme pozo se encuentra una parrilla con decenas de pollos y pescados. Con lo que ahorran en gas, me extraña que cobren tanto. Intento asomarme al pozo a ver qué hay abajo, pero el calor es demasiado intenso. Salgo a hacer unas cuantas fotos, a sabiendas de que no reflejarán la magnitud de todo aquello. Conozco a una pareja de canadienses que llevan medio año viajando por el mundo, les queda otro medio, dicen que Lanzarote les recuerda a Islandia, que Islandia no es tan cara como parece si vas de acampada y que la semana que viene van a Nueva Zelanda.

Paso por Yaiza, un pueblito blanco con puertas y contraventanas verdes y un puñado de palmeras sobre el fondo de las montañas, pero no me apetece detenerme. Paro un poco más abajo, en un restaurante junto a la carretera que tiene una agradable terraza casi vacía que, sin embargo, en pocos minutos se llena de hablantes de lenguas sajonas: parejas cincuentonas y alguna familia con hijos. Pido queso asado con papas arrugás y mojo y luego una vieja a la espalda. La vieja es un pescado de aquí, no os preocupéis. Los rubios comen casi todos pizza. Mientras espero, tomo notas en mi cuaderno de lo que quiero contar y aprovecho para sacar una foto furtiva del padre de familia que tengo sentado enfrente: a pesar de sus cincuenta y muchos su cara llena arrugas resulta muy interesante, enmarcada por pelo y barba blancos e iluminada por unos profundos ojos azules. Está muy concentrado mirando el menú. Sólo me da tiempo a hacer una, porque antes de la segunda se pone las gafas de sol. Me traen mi vieja: un espécimen bien desarrollado, debe de pesar lo menos un quilo, si lo sé no me pido el primer plato. Doy buena cuenta de ella. Cuando me levanto para pagar, el señor de enfrente, que me está mirando fijamente, me llama. Me acerco, preguntándome si se habrá dado cuenta de lo de la foto. Por gestos, me indica que le enseñe el dibujo de mi camiseta, que se entrevé bajo la cremallera de la sudadera. Desconcertado, abro la cremallera y se lo enseño, es una señal de prohibido con una pala dibujada dentro y abajo pone, en polaco, "Nie robie", algo así como "No curro". La mujer me pregunta si estoy escribiendo alguna guía, porque no paro de tomar notas. Me río. No, pero me gustaría. Me cuenta que hay una pareja de suecos que se dedicana a eso, a viajar por el mundo y escribir guías o reportajes. Resulta que son suecos. El señor se empeña en darme el teléfono de no sé qué restaurante de pescado y me pide que salude al dueño de su parte. Krister, Maggie y Sophia (sorry for any misspellings!) son muy majos y muy humanos. Me recuerdan a una familia de holandeses que conocí cuando trabajaba de camarero en la Costa Brava, también entablaron conversación conmigo con cualquier pretexto y me invitaron a Holanda. Nos despedimos, dándonos vagamente las direcciones de nuestras respectivas webs.

Con la barriga llena, tiro hacia El Golfo, un pueblito de pescadores. Tiene acantilados de paredes formadas por la lava, una playita de picón (piedritas negras de origen volcánico) y una bonita vista del Charco del Clico, que es una especie de laguna de color verde esmeralda separada del mar azul por un montículo alargado de tierra negra. Es bonito el contraste. No me cabe en la foto. Para vencer el sueño, me tomo un café en un bar. El camarero me convence para que pruebe no sé qué postre típico y dulzón. Luego me invita a un chupito de ron miel. Le digo que no puedo, que estoy con la moto. Dice que eso no tiene casi alcohol, sólo veinte grados. Y la verdad es que está muy bueno. Las nubes amenazan con un buen chaparrón. El camarero me aconseja que me quede, pero yo decido seguir. Poco más adelante paro en un mirador y me encuentro a los suecos, que me dan la dirección de su hotel y me invitan a visitarlos. Me gustaría verlos, pero sé que esta vez no voy a ir.

Los Hervideros se llaman así porque allí el mar entra en ebullición. El agua ha excavado cuevas y pozos en los acantilados. Las olas baten con fuerza, rebotan contras las paredes de la cueva y se elevan hasta llenarla. Aquí y allá hay agujeros a los que uno puede asomarse y ve cómo entra el agua con estruendo. Cuando la ola es lo suficientemente fuerte, el agua llega hasta arriba y ducha al mirón despistado. Por si las salpicaduras del mar no fueran suficientes, empieza a llover. Dado que en unos cuantos quilómetros a la redonda no hay donde resguardarse, me lo tomo con calma y sigo observando el espectáculo. De perdidos al río. Todos se meten en sus coches de alquiler y desaparecen. Me quedo solo.

Al rato, bajo la lluvia, continúo mi camino. La siguiente parada son las salinas del Janubio. Aquellas gigantescas montañas de sal que yo recordaba no están. Sólo queda una, a lo lejos. Las salinas parecen abandonadas. Da sensación de soledad. Ya casi no llueve y me quedo un rato allí. Más adelante hay un mirador y una valla que cierra la entrada a las salinas. Dejo la moto, rodeo la valla y ante mí se extiende una vista impresionante. Delante del mar, donde uno esperaría una playa, un entramado de muros de piedra, con aspecto de dividir huertos, lo que hacen es dividir el mar. Son como pequeñas piscinas geométricas, apiñadas las unas junto a las otras. Reflejan el cielo, son como recortes, retales de él. Un patchwork de cielo y mar. El sol del atardecer se multiplica allí abajo. La soledad de antes se ha transformado en calma. Me quedo un rato mirando el espectáculo y fotosintetizando.

Por el camino, atravieso un montón de lindos pueblecititos, pero la carretera está llena de curvas y no puedo mirar mucho. Desde una curva se divisa un valle, el mar y, más allá, sobresaliendo por encima y por debajo de las nubes, respectivamente la costa y los picos de Fuerteventura. Paro un segundo, pero enseguida emprendo el camino, quiero llegar a Arrecife con luz del día. Durante la mayor parte del camino de vuelta tengo la carretera para mí solo. Voy cantando dentro del casco.

Al llegar a casa de Benjamín, cena familiar. Los quesos isleños son riquísimos. Para terminar, un par de chupitos de un ron miel mucho mejor que el de esta tarde. Escribo un rato y a dormir.

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