Primero una espesa capa de nubes; luego, mar hasta donde alcanza la vista; después, una tierra tornasolada donde se mezclan todos los tonos y matices del pardo, el rojizo, el caqui y el negruzco; y, finalmente, aglomeraciones de casitas cúbicas blancas, con terrados de color ladrillo y contraventanas azules. Aparte de estos fragmentos inconexos, poco más pude ver por el resquicio de la ventanilla del avión que dos cabezas curiosas me dejaban. Debería haber pedido ventanilla.
El aeropuerto, pequeño, manejable, tranquilo. Como no he facturado equipaje, salgo enseguida y me planto en la parada de autobuses, perdón, guaguas. Se me acaba de escapar una, así que me toca esperar veinte minutos, que serán más. Hace sol, pero no quema, hace brisa, pero no es desagradable, hay nubes, pero no dan mucho miedo, a pesar de que son enormes y cuelgan casi al alcance de la mano. Veo salir de la terminal a una recua de hombres engominados con la camisa bien remetida y mujeres repintadas y entaconadas, la mayoría chupando con fuerza sus cigarros como si precisamente allí estuviera el aire que deben respirar y ya apenas les quedara: al sorber los ojos se les salen de las órbitas. Muchos van pegados al móvil y casi todos arrastran maletas de ruedas. En general, parecen tristes. Llenan varios autocares turísticos y se van. Al rato llega la guagua, vacía. Subimos tres personas.
El paisaje de Lanzarote, por lo que veo, si descontamos lo edificado por el hombre, se compone de tierra, mar y nubes. Las nubes son blancas o grises claras u oscuras, se mueven casi imperceptiblemente, pero sin cesar, en una especie de balé que juega con las luces y las sombras. El mar es de un color azul intenso, aunque cerca de la orilla a veces adopta tonos turquesas. Ondula constantemente, pero no parece tener ganas de formar olas. La tierra, según los lugares, parece haber ardido recientemente o estar ya recuperándose de algún incendio. Y, sin embargo, no resulta desoladora. Tan sólo extrañamente desnuda, extrañamente tornasolada. Es un desierto, pero no de arena, sino de tierra, que aquí y allá se eleva formando conos suaves y perfectamente definidos, con principio y fin, como si estuvieran hechas de puré de patatas, perdón, de papas, donde se ven claramente las marcas del tenedor de la erosión; como si un niño de dimensiones descomunales hubiera volcado su cubo de tierra y después se hubiera ido sin más, aburrido de jugar. También hay algunas montañas más alargadas, de lomos redondeados.
Los volcanes. Son ellos los creadores y destructores de la isla. De sus erupciones, de su lava, surgió la tierra que hoy piso. Sus erupciones caprichosas y su lava han sepultado poblaciones enteras. El relieve y el paisaje actuales son de origen volcánico. El hombre ha aprendido incluso a cultivar ahí. Por cierto, que según las tablas que he visto con la frecuencia de actividad volcánica, ya debería tocar la siguiente.
Arrecife, la capital de la isla. El autobús me deja en la plaza del Cabildo. El paseo marítimo casi vacío, la playa desierta, varios bloques de apartamentos playeros en construcción. Al fondo, un mastodonte de cristal verde, el Gran Hotel. Todo anodino. Sólo lo salvan los juegos de nubes y el contraste con el mar.
En la oficina de información turística, un tipo con más ganas de cháchara que de trabajo me informa de que están en servicios mínimos. Estoy completamente de acuerdo. No me ayuda a reservar alojamiento, no me recomienda nada que ver en Arrecife, no sabe a qué hora salen las guaguas para Órzola, me dice que allí no se pueden alquilar bicis ni motos, a pesar de que dos calles antes yo he visto un establecimiento que, según el cartel, se dedica a ello. Es un tanto incompetente, o pasota, pero tranquilo y simpático. Mientras me atiende, no cae en la tentación de retomar la charla con el señor con el que estaba hablando cuando llegué, que espera educadamente. Antes de salir, se me ocurre preguntarles si todavía existe el cuartel. Creen que sí. Mi pregunta no parece extrañarles, pero yo me creo en la obligación de explicarles que viví allí casi seis años, que en realidad yo nací en Lanzarote, pero que no había vuelto desde entonces. No parecen muy impresionados. Sólo dicen que ha cambiado mucho.
La pensión San Ginés, aparte de hallarse en una zona un tanto sospechosa, es más cutre de lo que indica el precio. Le vendría bien una mano de pintura, una renovación general del mobiliario y una ventilación más efectiva. Me dan la última habitación. Al menos eso es lo que le dijeron al usuario de narcóticos intravenosos que entró justo después que yo. Mi cuarto parece limpio y no hay cuquis bajo la cama. ¿Por qué las pensiones multiplican la sensación de soledad? Eso no me pasa tanto con los hoteles u hostales. El recepcionista no sabe indicarme qué ver en Arrecife, aparte, si acaso, del castillo de San "Grabiel", que, por cierto, hoy, por ser lunes, está cerrado. Se queja de que Lanzarote ya no es lo que era, ya no hay tranquilidad, demasiados guiris, demasiados inmigrantes que "no vienen a trabajar, sino a quedarse". No me imagino cómo podrían trabajar sin quedarse. Abajo, como para confirmar, hay una tiendita regentada por magrebíes. Como compensación del toque de rechazo del recepcionista, les compro algo de beber, aunque no me apetece. En realidad quería comprar fruta, pero la tienen bastante pasada.
En general, toda la gente con la que me topo (camareros, recepcionistas, dependientes, pero también peatones a los que pregunto o vejetes con los que intento entablar conversación) me parece adusta, tirando a desconfiada y más bien triste. A pesar del sol y del mar. Mi sonrisa cae en saco roto. O quizá es que no pillo sus códigos. Estoy en España, se supone, pero no es como en la España que conozco.
Doy un paseo por los alrededores del Charco de San Ginés y en la terraza de un restaurante como pescado y papas con mojo. Voy, subiendo por el arcén de una carretera inhóspita, hasta el castillo de San José, donde no me dejan subir a la azotea porque hay que pagar para ver una exposición que yo no quiero ver. Vuelvo a la ciudad, me acerco a ver desde fuera el otro castillo, el de San "Grabiel", y en lo alto reconozco el arco de piedra con una campana verde, aquella foto de cuando era pequeño. No me despierta ninguna emoción. No tiene nada que ver conmigo. Me siento un poco decepcionado por ello y renuncio a buscar otros vestigios de mi infancia. Para compensar, me tomo un trozo de tarta de café (¡riquísima!) en la cafetería del piso 17 del Gran Hotel, desde donde las vistas son impresionantes. Resulta que Arrecife no es más que un pueblo, tras las primeras líneas de apartamentos hay un montón de casitas blancas y que se acaban enseguida para ceder el protagonismo a la tierra pura y a los volcanes. Luego doy un paseo por la playa hasta llegar a un parque infantil donde por primera vez veo a la gente sonreír. A los niños. Los hay de diversas procedencias nacionales y étnicas. Hay algunos padres, pero tengo la impresión de que, en general, las señoras que cuidan de los niños no son sus madres. Me siento a observar la escena. Luego vuelvo por el paseo hasta el "centro", pues carezco de estímulos para adentrarme en el pueblo, prefiero quedarme cerca del mar. Encuentro una zumería y me tomo uno de naranja con papaya. Por primera vez, la conversación con el camarero, que se llama Pepe, es cordial. Quizá porque ha estado un montón de veces en Galicia, le encanta, en un año llegó a ir once veces. Me dice que me va a gustar la isla, pero que Arrecife, sobre todo ahora que acaba de pasar el carnaval, está muerta.
Tras un par de horas en el cíber, voy en busca de algo para cenar. No veo bares de tapas, hay más hamburgueserías o pizzerías. Todas vacías. Atajando por callejas sórdidas, diviso un letrero de Estrella Galicia. Entro a tomarme una. Dentro, cuatro hombres arrugados fuman y beben sentados junto a la barra. Hablan entre sí sin dejar de mirar al frente, sin girar el cuerpo para mirarse. Pido una caña y una tapa de atún. El camarero -quizá ya sesentón, menudo, con la mandíbula adelantada, de pelo blanco y patillas- asiente con la cabeza y, con otro gesto, indica al tipo que está sentado más cerca de mí que le toca hacer la tapa. Éste se adentra en la cocina, enciende la luz, hace algo de ruido y enseguida reaparece con alguna buena excusa. El otro, sin mediar palabra, desaparece en la cocina, mientras éste vuelve a su taburete y su copa. También es peliblanco y patilloso, pero más joven que el otro y con cara de pícaro. Le pregunto cómo es que tienen Estrella Galicia allí. Me sigue la conversación. Ha sido azafato y ha viajado por, mejor dicho, a sesenta países, aunque casi siempre sin tiempo para visitarlos, excepto Cuba. Ha estado también en Polonia, "Polska", repite. Anuncia a todo el mundo: "¡eh, mirad, éste nació aquí y ha vuelto, pero vive en Polonia, Polska!" Presume de haber conocido a muchas mujeres en sus viajes. Se ríe al decir que un día volvió de un viaje y su mujer ya no estaba. Se había hartado de tanta ausencia. Se ríe, pero en el fondo le duele. Ahora es jefe de seguridad y debería estar trabajando, pero no pasa nada porque lleva el móvil encima. Una vez tuvo que enfrentarse a cuatro rumanos en una nave industrial. Por alguna asociación de ideas, me pregunta si he estado en Sofía y, por si acaso, me aclara que es la capital de Bulgaria. No he estado, lo cual, según él, es una pena. ¿Por qué? Se ríe: porque ahora todas las putas de aquí son búlgaras, rumanas, rusas o, precisamente, polacas. No hay más que ir a cualquier club para comprobarlo. Creo que esperaba más complicidad de mi parte. Entra un negro que habla español, está borracho y saluda a todos desde la puerta. Mi nuevo colega le devuelve el saludo: ¡qué pasa, rubio! Parece que todos lo conocen. El rubio se dirige a la máquina tragaperras. El camarero mudo abre la boca para decirle que está estropeada. El rubio la enchufa, la hace funcionar, le pide un euro prestado al ex azafato, aprieta unos cuantos botones, saca cuatro o cinco euros de premio e insiste en invitar al benefactor, que se ríe y rechaza la propuesta. Me cuenta un chiste: "¿Sabes lo que dijo Dios cuando vio a éste?". No lo sé. "¡Joder, otro que se me ha quemado!" Me tengo que reír. "Pero no soy senófobo", aclara. Me lo creo, su tono era de pura guasa. Pero ha llegado la hora de que me vaya. Me despido de él, que se llama M., "el hijo de Catalina", y promete hacerme el café al día siguiente si me paso a desayunar. El atún estaba muy rico.
Mañana pienso alquilarme un escúter y tirar hacia alguna zona que presente más interés. Arrecife, si alguna vez lo fue, ya no es mía.
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1 comentario:
JajaJa yo acabo de mudarme aki. Ma encantao tu descripción de Arrecife,es tal y como lo explicas... la gente en general tiene un sentimiento de decepción generalizao.. es como si se pasasen la vida suspirando por algo mejor... pero al final se resignan y se dedican regalar sonrisas.(la mayoría) Realmente...no creo que esto sea España.... no se le parece en nada...
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