Me levanto tempranito y, aunque no me apetece, agarro el escutre y tiro hacia Costa Teguise, pues tengo que devolverlo ya. Ha estado bien la experiencia. Sin saber muy bien qué hacer, veo que la guagua para Arrecife está a punto de llegar, así que decido volver. Una vez allí doy un paseo sin rumbo a lo largo de la playa y voy hasta el bar de Pepe a tomarme un zumo mientras espero a que abran el cíber del otro día. Como parece que no abren, busco otro. Escribo un rato. Al salir, sorpresa: me encuentro justo delante de mi primer cole, donde hice parvulitos, el Antonio Zerolo. La verja verde está cerrada. Me quedo un rato asomado a la valla observando a los niños jugando en el patio. El profesor imposta la voz para que se le oiga y no parece nada cariñoso. Busco aquel recuerdo de unos niños peleándose, pero no consigo ubicarlo allí. Al cabo de unos minutos empiezan a llegar madres y padres, pero sobre todo madres sorprendentemente jóvenes, a buscar a sus hijos. También tienen que esperar fuera de la verja hasta que alguien la abre y entran todos en tropel. Es raro, me pegaría más que fueran los niños quienes salieran corriendo. En ese momento llega Benjamín a buscarme con la furgoneta.
Comemos en el Ginory, un bar de pescado. Hay gente comiendo por todas partes. La barra está llena, las mesas están llenas, las esquinas están llenas. Hay cola para las mesas. El camarero es tan eficiente que incluso me pone nervioso. Corre de aquí para allá, todo lo ve, todo lo controla, todo lo comenta, grita. Llega Benjamín padre, conseguimos una mesa. Calamares, pescado, papas, cerveza. Luego, helado de mascarpone con nutella en una heladería italiana donde el dueño lleva una camisa negra abierta hasta el píloro y, si la memoria no me engaña, una cadenita de oro. Y le da cucharadas de helado a un yorkshire terrier que pulula por allí. No sé cómo lo hacemos, pero los tres salimos de allí con lamparones de helado en la ropa.
Por la tarde Benjamín tiene cosas que hacer. Me ofrece la bici, pero lleva años sin usarla y el cambio no funciona. Me presta la de su hermana, que también lleva años sin usarla pero menos. Le hinchamos las ruedas, le pongo la cadena, apaño el cambio, ajusto el sillín, parece que todo está bien. Al bajar una cuesta, resulta que no tiene frenos. Pero ahora ya no me voy a dar la vuelta, he decidido ir a la playa. Con cuidadín, llego hasta una playa vacía que hay junto al aeropuerto. Me sirve. Los aviones que despegan y aterrizan pasan por encima de mi cabeza. Tengo la playa para mí solo. Me baño, aunque también se trate del Atlántico el agua está mucho menos fría que en Lacoru. Y limpia. Hago el muerto un rato. Cuando salgo está atardeciendo y tengo frío. Me seco un poco y tiro para casa a ducharme.
Benjamín me avisa de que el "asadero" que íbamos a hacer al día siguiente en la playa se ha adelantado para hoy, pues han dado lluvias para el fin de semana. Con la furgoneta cargada de carne y cervezas nos vamos a Famara. Llegamos ya de noche, así que no veo la playa. Se han juntado como veinte personas. Hay tres o cuatro furgonetas, dos todoterrenos y varios coches. Dos barbacoas, diez o doce litros de sangría, cervezas, ron, música. Yo me encargo de clavar tacos de pollo en los pinchitos. La fiesta es muy divertida. La sangría entra estupendamente y es muy traicionera. En determinado momento sacan una guitarra, luego otra, dos djembés y un cajón flamenco. Fran empieza a tocar bossa nova y, claro, acabo tocando yo. Luego paso al rock, pero esta gente no conoce mi repertorio ni yo el suyo. Ellos prefieren rumba y cosas así, así que acabo cediendo la guitarra y pasándome a la percusión. La conversación, que ya desde el principio era bastante surrealista, va siéndolo cada vez más. De repente vienen ráfagas de aire caliente y al rato empieza a soplar el viento, que va subiendo de intensidad a lo largo de la noche. Levanta remolinos de arena que se nos meten en la boca, las orejas y los ojos. Cada vez sopla más fuerte y es más desagradable. Me pongo la capucha y paso más tiempo con los ojos cerrados que abiertos. No sé quién, creo que Mame, empieza a gritar: "¡Eolo! ¡No nos vamos a ir!". El chiste cuaja y cada vez que viene una ráfaga de arena la gente grita: "¡No nos vamos a ir!". A mí la sangría ya ha dejado de hacerme efecto y no he entrado en la fase de cubatas. Muchos han emprendido la retirada, pues trabajan al día siguiente. Pasan ya de las cinco. Allí quedan un par de furgonetas y dos coches. Me meto en la furgoneta a dormir. A pesar de los constantes gritos contra Eolo y otros aún más absurdos, acabo consiguiéndolo. No me lo impide el hecho de que el viento zarandee la furgoneta sin cesar. Me acuna.
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2 comentarios:
Bueno, al final no te está yendo tan mal :)))
Playita, baño, músiquita, barbacoas con sangría... todas esas cosas en las que uno muchas veces no piensa cuando estamos metidos en estos mundos lejanos, pero que tanto aprecia cuando regresa a casita.
Disfrútate ese solecito y esas playitas por mí :) Aquí está gris y con unos cuantos grados bajo cero.
Beijinho
Disfrútate esas playas tambien por mí :)
que aqui nieva...
Magda
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